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Por una parte hacían juego los hombres de buena sociedad, con sus ámplias capas de vueltas de terciopelo y borlas flotantes y sus sombreros de fieltro, llamados en España chambergos, cuando no vestidos con el paltó francés y el sombrero negro de alta copa bautizado en Madrid con el apodo ultrajante de hongo; mientras que las damas elegantes arrastraban sus ampulosos trajes de luciente seda, exagerados de por , sin perjuicio de la crinolina, esa peste de todas las concurrencias, y ostentaban sus graciosos peinados y lujosas cabelleras, sin mas adorno que una flor natural, ó cubiertas con una cofia de lana calada de colores, ó el pañuelo de seda en barbiquejo.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó á la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte á treinta años, con patillas á la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

La una sacude en el balcon, sobre la calle, un viejo tapete, una sábana ó un faldellin de lana, si no un cuero de oveja de indescriptible aplicacion; la otra desenrolla una estera...imposible. Esa cuelga una crinolina al aire, como farol; aquella pone en exposicion artística un colchon ó algo peor.

Malakoff, llamaban entonces, por la torre famosa en la guerra de Crimea, a lo que en llano se ha llamado siempre miriñaque o crinolina.