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La primera era la criada, con el delantal de rizos de los días de fiesta, y la cofia de servir la mesa en los días de visita: traía el chocolate, el chocolate con crema, lo mismo que el día de año nuevo, y los panes dulces en una cesta de plata: luego venía la madre, con un ramo de flores blancas y azules: ¡ni una flor colorada en el ramo, ni una flor amarilla!: y luego venía la lavandera, con el gorro blanco que el cocinero no se quiso poner, y un estandarte que el cocinero le hizo, con un diario y un bastón: y decía en el estandarte, debajo de una corona de pensamientos: «¡Hoy cumple Piedad ocho años!» Y la besaron, y la vistieron con el traje color de perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los libros de su padre, que tenía muy peinada su barba rubia, como si se la hubieran peinado muy despacio, y redondéandole las puntas, y poniendo cada hebra en su lugar.

Miré rápidamente en la dirección indicada y vi, cruzando el puente que atraviesa el lago y aproximándose hacia donde nosotros estábamos, una figura de mujer bien vestida, con una chaqueta elegante de pieles y una preciosa cofia, y a su lado un hombre alto y delgado, de traje negro.

Las dos hijas mayores del anabaptista una de ellas alta, delgada y pálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, de cabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo un traje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra, gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies con gran lentitud y balanceándose de un lado a otro , aquellas dos jóvenes formaban con Luisa el más extraño contraste.

A me da la idea de que ha ido en tranvía y de que está allí un poco azorado, como en una visita de cumplido. Sus personajes la anciana de la cofia, la niña que tiene el pecho de cristal, etc. le rodean, y según decía la admiradora desconocida, parece que están hablando. Parece que están hablando y hablando en prosa, y esto es lo malo, porque en escultura no se debe hablar.

Poco á poco fueron llegando de todas sus habitaciones y arrodillándose conforme á cierto órden; todas vestidas con un sayon negro de sarga y una cofia blanca de forma particular, y provistas de enormes camándulas y de unos paños ó grandes servilletas de lino muy almidonadas y aplanchadas, que llevaban sobre el brazo izquierdo.

SITA. ¡En efecto...! Y debo tener un aire muy torpe, ¿verdad? LA ENFERMERA. Es la primera impresión que se experimenta. Luego se acostumbra una... Estas damas son muy agradables... LA ENFERMERA. ¡Bah...! ¡Cuando las conozca usted...! Se han puesto una cofia para chismorrear más a gusto. SITA. ¿Hay aquí chismes? LA ENFERMERA. ¡Desdichada...! ¡Está usted en Villachismosa...! SITA. ¡Es horrible...!

Pues a hacer una empanada de jamón. La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió de nuevo la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa baja destinada, a juzgar por su lustre, a la operación que ejecutaba. Tenía puesto un enorme delantal blanco cómo el de las cocineras y en la cabeza una cofia también blanca.

Por una parte hacían juego los hombres de buena sociedad, con sus ámplias capas de vueltas de terciopelo y borlas flotantes y sus sombreros de fieltro, llamados en España chambergos, cuando no vestidos con el paltó francés y el sombrero negro de alta copa bautizado en Madrid con el apodo ultrajante de hongo; mientras que las damas elegantes arrastraban sus ampulosos trajes de luciente seda, exagerados de por , sin perjuicio de la crinolina, esa peste de todas las concurrencias, y ostentaban sus graciosos peinados y lujosas cabelleras, sin mas adorno que una flor natural, ó cubiertas con una cofia de lana calada de colores, ó el pañuelo de seda en barbiquejo.

Luego dejó reposadamente que el ama la ayudara a desnudarse, lo cual fué obra de pocos minutos. Y quedó al fin en la cama, con el pelo no recogido en red ni en cofia, sino suelto en rica y adorada madeja. Dijo Inesita que no tenía ganas de dormir, y rogó al ama que la dejase luz para leer en un libro devoto durante media hora siquiera.

Las dos de labradores se diferenciaban harto. En la primera se había buscado, ante todo, el lujo del atavío y la gallardía del cuerpo; las cigarreras más altas y bien formadas vestían con suma gracia el calzón de rizo, la chaqueta de paño, las polainas pespunteadas y la montera ornada con su refulgente pluma de pavo real; y para las mozas se habían elegido las muchachas más frescas y lindas, que lo parecían doblemente con el dengue de escarlata y la cofia ceñida con cinta de seda.