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Permaneció mucho tiempo mirando fijamente aquellos colosos de argamasa, hasta que por fin se dio cuenta de que algunos chicuelos del barrio formaban círculo en torno de él, contemplándolo con curiosidad, tomándole, sin duda, por uno de esos viajeros que para el vulgo han de ser forzosamente ingleses.

La magia estaba reducida á un feroz león, formado de cañas y revestido de abacá y á una descomunal serpiente de bejucos y papel. Estos monstruos eran movidos por chicuelos que sudarían tinta dentro de las abrigadas entrañas de aquellos animalejos, que oportunamente se presentaban en escena para salvar ó defender á las princesas cristianas.

Más allá de los puentes, al través de sus arcos de piedra, veíanse los rebaños de toros, con las patas encogidas, rumiando tranquilamente la hierba que les arrojaban los pastores, ó andando perezosamente por el suelo abrasado, sintiendo la nostalgia de las frescas dehesas, plantándose fieramente cada vez que los chicuelos les silbaban desde los pretiles. La animación del mercado iba en aumento.

Esta barraca humilde decía á los treinta chicuelos que se apretaban y empujaban en los estrechos bancos, oyéndole entre aburridos y temerosos de la caña la deben mirar ustedes como si fuese el templo de la cortesía y la buena crianza. ¡Qué digo el templo! Es la antorcha que brilla y disuelve las sombras de barbarie de esta huerta. Sin , ¿qué serían ustedes?

Maltrana comenzó a bajar la cuesta de la última calle de las Carolinas, que era la del Mosco. Frente a él, al final de la doble fila de míseras casuchas, estaba el cerro de los Pinos, la fuente del Caño Dorado, un frondoso rincón plantado por los constructores del canal del Lozoya, y que con los años se había convertido en un bosque. El joven vio venir hacia él un grupo de chicuelos.

Por el claustro se deslizaban a lo largo de las paredes, con la melancolía del hambre, varios chicuelos de cabeza enorme y delgado cuello, siempre enfermos y sin llegar nunca a morirse, afligidos por extrañas dolencias de la anemia, por bultos que surgían y desaparecían en la cara, y costras asquerosas que cubrían sus manos.

Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo de los nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que le caían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardaba en un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo un cigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba, aunque en silencio, fijóse en los chicuelos que también lo rodeaban, y, haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura: ¡Ea!, sobre que ha de ser, cuanto más pronto.

Un labrador viejo, su mujer trémula de espanto y unos cuantos chicuelos que se ocultaban por los rincones, se habían refugiado arriba, con las señoras, al ver que el agua penetraba en su modesta casa. Rafael entró en el comedor y allí vio a doña Pepita, la pobre vieja, apelotonada en una silla, con las arrugas de su cara mojadas de lágrimas y las dos manos en un rosario.

Y sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aun me parece un sueño cuando lo recuerdo. Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Que vienen los del gobierno!

El joven respondía con cordialidad, tratando de conocer en las jóvenes que salían de las vísperas y en los mozos que emprendían partidas de pelota o se iban a tirar al arco a los chicuelos dejados en el pueblo y a quienes se asombraba de encontrar cambiados como él.