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Actualizado: 4 de julio de 2025
El príncipe está apoyado en una balaustrada sobre las terrazas y el puerto. Su paseo meditabundo le ha traído hasta aquí sin que él se diese cuenta. Vuelve la espalda al mar y á los grupos que empiezan á aclararse abajo, después de terminado el concierto. Pasan cerca de él los músicos americanos, seguidos por un enjambre de chicuelos que acompañan su retirada.
Las mujeres de las Claverías iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos en las habitaciones, atemorizados por las amenazas de las madres si intentaban jugar en las galerías.
Pero llegó á notar este fanático personaje que el círculo de curiosos que siempre le envolvía era cada vez más estrecho; que entre los espectadores, antes mudos como estatuas, había muchos que se permitían sus apartes intencionados y con presunciones de graciosos; que los que este título llevaban entre los convecinos, á trueque de conquistarse sus carcajadas, faltaban aliquando al de Madrid, siempre digno y prudente, con una grosera impertinencia; que los chicuelos, que antes le contemplaban con la boca abierta y las manos en los bolsillos del pantalón, se le acercaban hasta tocarle con un dedo la cadena del reló, mientras á la descuidada tentaban con la otra mano el paño de su levita, cuya finura les admiraba; y, por último, que las mozas del lugar, á quienes dirigía delicadas galanterías y que al principio no se atrevían á mirarle á la cara, le volvían ya cada fresca que le dejaba helado.
Y se bebió de un golpe la copa que le ofrecía la tabernera. Desde el camino, un grupo de chicuelos que venía siguiéndole mirábalo a distancia, lanzándole insultos. ¡Coleta!... ¡Tío del gabán! ¡Borracho!
En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara á cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.
El respeto del viajero por las ruinas «donde ha ocurrido algo» sentíalo Ojeda al pasar por estas calles angostas, con el pavimento desigual cubierto de suciedades, grupos de chicuelos jugando «al toro» en las esquinas, comadres sentadas ante las puertas, por las que se esparcían vahos de puchero pobre, y balcones que goteaban una humedad de ropa vieja puesta a secar.
Seguramente eran las seis y media. ¡Adiós!, ¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo y acompañamiento de timbres.
Un grupo de chicuelos cesó de jugar en la llamada calle principal, lanzando gritos de asombro al ver el aspecto extraordinario del carruaje que, tres veces por semana, ó sea los días de tren, iba y volvía de la Presa á la estación de Fuerte Sarmiento. La misma diversidad étnica de los habitantes del pueblo se notaba en este grupo infantil, compuesto de distintas razas.
La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos. A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.
A veces sucedía que Marner, al detenerse para arreglar algún hilo irregular, notaba la presencia de los chicuelos. Aunque fuera avaro de su tiempo, le desagradaba tanto que lo importunaran aquellos intrusos, que bajaba de su telar, abría la puerta y fijaba en ellos una mirada que bastaba siempre para nacerlos huir asustados.
Palabra del Dia
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