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Ya los alféizares de las ventanas mostraban un canastillo de labor lleno de hilos y estambres multicolores; ya en la mesa de mármol puesta en el centro de un cenador de enredaderas se veía una sombrilla de seda clara; ya en las sillas de hierro quedaban por olvido los manojos de flores recién cortadas; ya a ciertas horas solían escucharse, amortiguados por cortinajes y persianas, el tecleo de un piano bien tocado y el timbre fresco y penetrante de una voz juvenil, que así sabía expresar la soñadora melancolía de los grandes maestros alemanes como romper en los alegres ritmos de la tierra andaluza.

Del piano saltó entonces un allegro vivace, con muchas octavas, y el tecleo cubrió las voces... sólo se oyeron fragmentos del diálogo que sostenían la agria voz de doña Dolores y la voz becerril de su cuñado. La fábrica, bien... de capa caída... las hipotecas... al ocho.... Liquidaron con el socio... la competencia....

Poseía espíritu sagaz y malicioso; veía muy bien el ridículo de las acciones, narraba con gracia y estaba dotada además de un don particular para herir a cada persona, cuando se le antojaba, en lo más vivo. ¿Ha llegado ya el conde? dijo una voz áspera que salía del gabinete contiguo y se sobrepuso al tecleo del piano y a las pisadas de los bailarines. : aquí estoy, D. Pedro... Voy allá.

Yo soy el que se irá... En ciertos momentos es lo único que puede hacerse. La música y el ruido del baile volvieron á obstruir sus oídos. Pero todavía, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuoso tecleo, pudo escuchar otra voz.

Era una vecina que prestaba sus servicios á Spadoni cuando se quedaba en la casa. La presencia de un visitante representaba para ella un acontecimiento. que está dijo . ¿No oye usted? Lubimoff oyó, efectivamente, amortiguado por los gruesos muros, el tecleo de un piano.

Otros abiertos e iluminados, dejaban escapar, como los de las de Pajares, el sonoro tecleo del piano, acompañado algunas veces por el rítmico chorrear de las macetas recién regadas. En los corrillos de la plaza partíanse enormes sandías, y las mujeres, con el moquero sobre el pecho para librarse de manchas, devoraban las tajadas como medias lunas, chorreándoles la boca rojizo zumo.

Seguramente eran las seis y media. ¡Adiós!, ¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo y acompañamiento de timbres.

Y como si la cancioncilla del tío fuese la señal para que comenzase la música de las niñas, éstas atronaron el salón con el tecleo del piano y los gorjeos esforzados. Don Juan cobró ánimos con este estrépito. Al ver que los muchachos sólo atendían al piano, siguió hablando, pero levantó más la voz, con gran alarma de su hermana. Marchas a tu perdición, Manuela.

Saltó del lecho, y se vistió en un decir Jesús, tratando de reanudar sus dispersos recuerdos, y mirando la habitación con la sorpresa que suelen los que, no habiendo viajado nunca, amanecen en lugar desacostumbrado y nuevo. Miró al reloj de sobremesa: eran las ocho. Salió al pasillo, y tecleó suaves golpecitos en la puerta del cuarto de Artegui.