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Se acercó lentamente á la vieja, que retrocedió espantada, y plantándose delante de ella con los brazos en jarras dijo roncamente: ¿Sabe usted, señora, por qué no tengo honra? Pues porque ese hombre que está ahí me la ha quitado. Pero usted, en vez de aconsejarle que me la vuelva, se humilla y le baila el agua para meterle en casa.

Los más de los cantores permanecían ocultos en la muchedumbre, con la simpleza de una devoción que no necesita ser vista en sus expansiones; otros, orgullosos de su voz y de su «estilo», ansiaban exhibirse, plantándose en mitad del arroyo ante la santa Macarena.

Más allá de los puentes, al través de sus arcos de piedra, veíanse los rebaños de toros, con las patas encogidas, rumiando tranquilamente la hierba que les arrojaban los pastores, ó andando perezosamente por el suelo abrasado, sintiendo la nostalgia de las frescas dehesas, plantándose fieramente cada vez que los chicuelos les silbaban desde los pretiles. La animación del mercado iba en aumento.

Cuarenta, no; pero, aun con lo cicatero y mezquino que es el hombre, no habrá bajado de los veinticinco duros. Menos que eso no lo admito, Nina; no puedo admitirlo. Señora, usted está delirando replicó la otra, plantándose con firmeza en la realidad . El Sr. D. Carlos no me ha dado nada, lo que se llama nada. Para el mes que viene empezará a darle a usted una paga de dos duros mensuales.

A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once, ni más lana que no saber que hay mañana. Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se echó a la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina del Colegio Real.

Fermín hizo que su hermana se sentara en el ribazo, y plantándose ante ella, dijo con dulce sonrisa para animarla a la confianza: Vamos a ver, loquilla: vas a decirme por qué has roto con Rafael; por qué le has despedido como si fuese un perro, causándole tal pena que el pobre parece que va a morir.

Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojos casi redondos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un punto de luz... el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inagotable, atribuyéndola toda clase de conflictos y crisis.

¡Ojo, señora! gritaba Gallardo . ¡Que ese toro es viejo y se las trae!... Tenga cuidao no se regüerva. Y así fue. Cuando doña Sol se preparaba a realizar la misma suerte que su tío, oblicuando el caballo para clavar la garrocha en el rabo de la fiera y derribarla, ésta se volvió como si recelase el peligro, plantándose amenazante ante los acosadores.

Los jueves y los domingos, a la caída de la tarde, se estacionaban en la acera del Tribunal de Cuentas, frente a la portada churrigueresca del Hospicio, grupos de mujeres pobres con niños de pecho, viejos obreros, y una nube de muchachos, que entretenían la espera plantándose en medio del arroyo para «torear» a los tranvías, esperándolos hasta el último momento: el preciso para huir y no ser aplastados.

Continuaba el registro al son de la música. El Capellanet seguía a la pareja en sus evoluciones, plantándose siempre ante el guardia viejo con las manos en la faja, mirándole tenazmente con una expresión entre amenazadora y suplicante. El guardia parecía no verle, buscaba a los otros, pero a poco volvía a tropezarse con el muchacho, que le cerraba el paso.