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Aquel rebaño sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la plaza.

El cuidaba del burro, el guiaba el carro cuando al amanecer emprendían la marcha a Madrid, el subía a los pisos altos mientras su ama cuidaba en la calle del vehículo. Al volver a casa, cerca de mediodía, su primera ocupación consistía en el arreglo de los comestibles.

Ignorando la inmovilidad del centro en torno del cual rodaban, creían con la mejor buena fe que el movimiento era de avance. «¡Cómo corremos! ¿Adonde iremos a parar?» Y Febrer sonreía, apiadado de su simpleza, viéndolos ufanarse de la rapidez de su progreso, cuando estaban en el mismo sitio, de la velocidad de una ascensión que emprendían por milésima vez y había de ser seguida fatalmente por el descenso cabeza abajo.

Si parlanchín era el pastor, no le iba en zaga el maestro. Ambos emprendían una interminable conversación, y los discípulos abandonaban los bancos para oirles de cerca ó iban á jugar con las ovejas que rumiaban la hierba de los ribazos cercanos. A don Joaquín le inspiraba gran simpatía el viejo.

Aguardaban el paso de otro, vivaqueando al aire libre, y si se veían vigilados de cerca, emprendían la marcha hacia la inmediata estación por los desiertos campos, con la certeza de ser más afortunados. Así llegaron a Madrid, después de varios días de accidentado viaje y largas paradas con acompañamiento de golpes.

Repartiose el café en las Compañías, y apenas la aurora se dejaba entrever en el horizonte, ya los soldados emprendían la marcha, dejando detrás El Palmar, que durante toda aquella noche les había servido de agradable campamento.

La guardia civil empujaba á los romeros fuera de la plaza. Salían en bandas de la iglesia con sus estandartes, desgarrados en la lucha, y emprendían la ascensión á Begoña escoltados por los jinetes. La muchedumbre hostil, contenida en su avance por la tropa, oía cómo se alejaban las cofradías por las calles empinadas que daban acceso al santuario.

Todas sus amigas habían estado allá. Familias de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje, ¡Y ella, que era hija de un francés, no había visto París!... ¡Oh, París!

Andronico replicó que les satisfaría el daño, y entonces ya no quisieron, porque informados mejor de lo que emprendian no les pareció igual paga. Supo el Emperador que traian á Berenguer preso, procuró con amenazas y ruegos que se le entregasen, y ultimamente ofreció por su persona veinte y cinco mil escudos.

La explicación de la portera saltó de ventana en ventana hasta el último piso. El ruso movió la cabeza con expresión fatal. La infeliz no había dado sola el salto de muerte. Alguien presenciaba su desesperación: alguien la había empujado... ¡Los jinetes! ¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis!... Ya estaban sobre la silla; ya emprendían su galope implacable, arrollador.