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Hasta las criadas que acompañaban a las niñas emprendían peleas, asumiendo los odios y preocupaciones de sus amos. También en las escuelas de niños los chuetas salían antes, huyendo de las pedradas y correazos de los cristianos viejos.

El las conocía todas; iba a ellas montado en un borrico, con las tijeras en la faja. En las Cambroneras no quedaban mas que su vieja y algunas otras mujeres que eran viudas. Hasta las gitanas de prole más numerosa emprendían la marcha detrás de la recua, seguidas de todos sus chiquillos.

El capitán vió á través de sus gemelos muchedumbres guerreras ocupadas en los quehaceres del despertar, filas de caballos sin jinete que iban al abrevadero, parques de artillería con sus cañones en alto iguales á tubos de telescopio, pájaros enormes de alas amarillas que emprendían su deslizamiento á ras de tierra con rudo traqueteo y poco á poco se remontaban en el espacio, brillando sus alas enceradas con los primeros fulgores del sol.

Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la humanidad aterrada. Tchernoff describía los cuatro azotes de la tierra lo mismo que si los viese directamente. El jinete del caballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárbaro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si husmease las víctimas.

Hacía tres años que realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos tenían allá su poquito de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las mujeres se encargaban de los campos durante el frío y los hombres emprendían la peregrinación á Bilbao en busca de los jornales fabulosos, de once reales ó tres pesetas, de los que se hablaba con asombro en el país.

Luego llenaban sus vientres otra vez con los residuos de la guerra, armas necesitadas de reparación, hombres destrozados, y emprendían su viaje de vuelta. Estos cargamentos, traídos obscura y modestamente á través del mal tiempo y la amenaza submarina, preparaban la victoria.

Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al amanecer las puertas del caserío vasco, del tapial pardo de Castilla, del casuchín morisco enjalbegado y oprimido en la calleja andaluza, de la corralada extremeña envuelta en olor de estiércol cerduno, y los mozos emprendían la marcha, ligeros de ropa y ágiles de piernas, cantando como los mancebos que encontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombro a guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa con toda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o a marqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar.

La espada del barón, rápida como el rayo, entró oblícuamente por debajo del levantado brazo de su enemigo, y éste cayó pesadamente en tierra, lanzando ahogado grito. Confusa gritería de aplauso y de despecho se dejó oir en uno y otro bando y el barón, saltando sobre su caballo, se lanzó hacia la altura, á la vez que los sitiadores emprendían el ataque de la posición inglesa.

Los niños, demasiado tiernos para comprender por qué aquella mujer se encontraba separada del resto de sus semejantes, se arrastraban lo más cerca posible para verla ocupada con su aguja sentada á la ventana de su cabaña, ó de pie á la puerta de la misma, ó trabajando en el jardincito, ó paseándose en el sendero que conducía á la población; y al contemplar la letra escarlata en el seno de su vestido, emprendían la carrera con un temor extraño y contagioso.

Los bar-rooms estaban llenos; no se oía más que la voz ronca y gutural de los negros de Jamaica, la eterna blasfemia del marinero inglés y el hablar soez de algunos gaditanos. Salían y en la primera mesa arrojaban una moneda, luego otra y, una vez exhaustos, la emprendían con el vecino, las navajas relucían y sólo con esfuerzo era posible separarlos.