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Eran humildes mochileros que, al llegar a San Roque o Algeciras, echábanse a cuestas tres arrobas de tabaco y emprendían el regreso a la tierra huyendo de los caminos, buscando las sendas más peligrosas, marchando de noche y ocultándose de día, a gatas por los riscos, imitando los hábitos de las bestias feroces, lamentando ser hombres y no poder seguir el borde de los abismos con la misma seguridad que las bestias.

Volviendo ahora al hilo de la historia, bautizados los niños, no sólo de aquélla, sino de otras Rancherías, trató el P. Lucas de pasar á los Quiriquicas; mas los neófitos, á causa del invierno que amenazaba, emprendían de mala gana; aquel dificultoso viaje: empero representándoles el P. Lucas el galardón con que Dios premiaría sus fatigas en el cielo, los alentó tanto, que se sintieron increíblemente confortados á proseguir y durar en él.

Mejor era una perdigonada que encontrarse con ella... Algunas cuadrillas, después de un adiós apagado, emprendían la marcha, precedidas de sus perros, y se perdían en la obscuridad. Adiós contestaban los otros con entonación misteriosa . Que se os bien la noche.

En aquel tiempo los jóvenes se abrían paso fácilmente entre la multitud decrépita; aquellos que, con todo el vigor de la fe y toda la fuerza de la edad primera, emprendían la propagación de las nuevas ideas, se imponía infaliblemente, adquiriendo una alta y envidiada posición social. El se creía superior, ¿á qué negarlo?

Las estaciones, custodiadas militarmente, sólo admitían á los que habían adquirido un billete con anticipación. Algunos esperaban días enteros á que les llegase el turno de salida. Los más impacientes emprendían la marcha á pie, deseando verse cuanto antes fuera de la ciudad. Negreaban los caminos con las muchedumbres que avanzaban por ellos, todas en una misma dirección.

Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: ¡A las Cortes, a las Cortes!

Media hora después, los tres la emprendían con el asado, que lanzaba un exquisito olor a nuez moscada; y acabada la comida, se ponían en marcha, pues estaban impacientes por llegar al bosquecillo y reunirse a sus compañeros. Había, no obstante, en la selva muchos claros que permitían a los náufragos marchar cómodamente.

Emprendían la marcha de noche, con la capa al hombro si era verano y envueltos en ella en el invierno, el estómago vacío y hablando continuamente de toros.

Al fatigarse, descendían al claustro, y agarrados a las barandillas, emprendían un susurro que estremecía el religioso silencio como un suspiro de amor. De vez en cuando se abrían las cancelas de la catedral, esparciendo en el jardín y las Claverías una bocanada de aire cargada de incienso, de rugidos de órgano y voces graves que cantaban palabras latinas prolongando solemnemente las sílabas.

Como Teri se marchaba a París, él se fue también, y empezó lo que llamaba Fernando la mejor época de su existencia: una vida de concentración egoísta, una vida a dos, de ceguera y olvido para todo lo que estaba más allá de ellos, cortada por frecuentes viajes emprendidos al azar de una lectura o de un recuerdo histórico. «¡Qué hermoso besarnos entre las columnas del Partenón!» Y emprendían un viaje a Grecia. «¡Qué delicia ver el desierto, los dos juntitos, desde lo alto de las Pirámides!» Y salían para Egipto.