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Pero la blancura de los bustos había tomado un color de chocolate; los bronces estaban enrojecidos por el óxido, los oros eran verdes, las coronas se deshojaban. Parecía que hubiese llovido ceniza sobre la inmovilidad de las cosas. Las personas ofrecían igual aspecto de abandono y decadencia.

Probablemente estarian desiertos y abandonados aquellos hermosos palacios, y sus antes deliciosos jardines yermos y convertidos en madriguera de alimañas. ¡Los bereberes habrian despojado sus lujosos pabellones, robado todas sus riquezas, destrozado aquel artificioso estanque de líquido mineral, aquellos tronos de oro y pedrería, aquellas fuentes de bronces y mármoles, aquellos baños voluptuosos, aquellos artesonados de oro, mármoles trasparentes y maderas incorruptibles, aquellas arcadas de ébano y marfil, aquellas costosas alfombras, aquellos doseles de brocado!... Muchos cercos sufrió la antigua sede del Califado andaluz desde D. Alfonso VI hasta S. Fernando en poco mas de cien años, y en este tiempo no hallamos que hicieran aprecio alguno de la desolada y desierta Medina-Azzahra ni los almoravides, ni los almohades sus impetuosos sucesores.

Había en ella buenos cuadros, bronces de mérito, encuadernaciones y grabados que merecían verse por un hombre de tan nobles aficiones y de tan buen gusto como él; sólo que Ángel, aunque muy reconocido a tan inmerecidas deferencias, no se atrevía a abusar de ellas ni juzgaba que debía hacerlo por entonces.

No había que apurarse, pues para todo hay remedio. Y el albañil, en presencia de Feli, habló de Pepín, del famoso Barrabás, que iba a ser motivo de su muerte. Estaba en la Cárcel Modelo. Tres días antes lo habían cogido con otros golfos, por un robo de bronces y alambres en una fábrica de Vallecas.

Todos los años, al oír las campanas doblar tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una angustia nerviosa que encontraba pábulo en los objetos exteriores, y sobre todo en la perspectiva ideal de un invierno, de otro invierno húmedo, monótono, interminable, que empezaba con el clamor de aquellos bronces. Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.

Se humilló, se anonadó, se redujo bajo el remordimiento, pidiendo perdón sin cesar, por algo odioso, por algo enorme, aborrecible, que sentía ahora por primera vez, en todo su peso, en todo su horror, sobre su propia conciencia. Aixa y el morisco, asidos fuertemente, sin hablarse, no apartaban los ojos del mancebo. La ciudad prolongaba el lloro y el canto de sus bronces en el piadoso anochecer.

Llevaba un traje de seda, azul y blanco, con una rica piel sobre los hombros y un penacho de plumas de garza real en la cumbre del amplio sombrero. El saco de mano negro que la acompañaba en su viaje había sido sustituído por un bolso de oro de una riqueza aparatosa: oro australiano, de un tono verde, semejante á la pátina de los bronces florentinos.

Sospiró don Quijote, oyendo lo que la duquesa le mandaba, y dijo: -Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerle ante los ojos de vuestra grandeza, aquí, sobre esta mesa y en un plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque Vuestra Excelencia la viera en él toda retratada; pero, ¿para qué es ponerme yo ahora a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga digna de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en tablas, en mármoles y en bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?

Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces.

Su sociedad sin leyes, desquiciada, Y bajo férrea mano nivelada, Tiembla ante la cuchilla del terror; Los nombres de patriotas eminentes, No gravados en bronces relucientes Sino en tablas de ingrata proscripcion.