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Por otra parte, los pícaros que habían entrado con don Baltasar de Peralta en la casa habían dado más luz, porque habían declarado que don Baltasar de Peralta los había buscado por medio del rapista Viváis-mil-años, y les había dado dinero para que le ayudasen a robar a doña Guiomar de Meneses y Alvarado, y que por la tapia del corral de la casa del rapista, que al huerto de doña Guiomar daba, habíanse entrado.

Negra se vio la justicia, negros los criados de doña Guiomar, para lograr, en fin, prender o ahuyentar a los malhechores que con don Baltasar de Peralta, en la casa, por el corral de la del rapista, habíanse entrado. Hallose que de ellos había muerto uno, quedando dos mal heridos, y asimismo heridos algunos de los criados.

Por los tiempos en que esta verídica historia comienza, había en la calle de las Sierpes, no lejos de la tienda del rapista, una casa deshabitada, grande y hermosa, con piedra de armas en el frontispicio, de cuyas armas los entendidos sacaban el apellido Velasco de Llanes, y que hacía luengos años que no se ocupaba, porque se decía de fama pública que tenía duende.

Tenía la tía Zarandaja sus motivos para que la importase en gran manera por doña Guiomar y por Cervantes lo que el señor Viváis-mil-años la dijese, porque el rapista y ella habían hablado mucho de un cierto señor que andaba sin seso y casi convertido en alma en pena por la hermosísima viuda.

En ayunas vengo, y en ayunas desde anoche, tía Zarandaja, dijo el rapista, salvo dos onzas de queso y un panecillo que compré esta mañana en una tienda, cuando salía de allí, adonde picardías de un mal familiar, que ya está bien castigado, me llevaron; y venga, venga, tía Zarandaja, la uña de vaca con habas y morcilla, que voy a comerla con el mismo gusto que si no hubiera comido en mil años.

Alegráronsele los ojos y aun las entrañas a Viváis-mil-años, porque se le ocurrió que la que de tal manera, y con dos que parecían maestros de obras, buscaba trazas y tomaba medidas en la huerta, debía haber comprado la casa, y empezó a echar cuentas con los provechos que tan buena vecindad podía procurarle; porque pensar que a tal divina beldad no habían de acudir como moscas a la miel los enamorados, era ser simple, y ya el rapista inventaba historias y enredos, que daba por seguros, y en los cuales él andaría como una importantísima persona, lo cual le produciría buenos escudos, cuando no sendos doblones; por todo lo cual, y ansioso de inquirir lo que hubiese, dejó la ventana, se dejó ir por las fementidas escaleras, y se lanzó en la calle, yendo a dar con su cuerpo en el bodegón de la tía Zarandaja, que en cuanto le vio acudió a la marmita, llenó una escudilla con uña de vaca y morcilla de lustre, y se fue al cabo de mesa, donde, en lo último del figón, se había sentado, como lo acostumbraba, el señor Viváis-mil-años.

Preguntole él, oyole atentamente ella; díjole que a lo que ella había pesquisado, se la alcanzaba que la dama que el rapista había visto en el jardín de la casa del duende, era una riquísima señora indiana, que, con sus criados y algunos toneles llenos de oro, había venido de Méjico, y aposentádose en la posada de la Cabeza del rey don Pedro; y que había comprado la casa, ignorando que tenía duende, a su dueño el señor marqués de los Alfarnaches; y que lo que el señor Viváis-mil-años había visto, era que la susodicha hermosa y riquísima viuda indiana buscaba el modo de convertir aquella huerta abandonada e inculta en un paraíso en que solazarse.

Si parecía un sermón de Viernes Santo.... El diablo me lleve si no les acaricio las muelas á esos catacaldos dijo Tres Pesetas, dispuesto á hacer lo que decía. Javier, el Doctrino, el poeta clásico, vieron una tempestad sobre sus cabezas; pero el poeta clásico, que era el mismo enemigo, no se acobardó y tuvo el antojo de llamar rapista al grandioso Calleja.

Preguntó el rapista a la bodegonera de dónde había sacado todas aquellas noticias, y díjole ella, que el rodrigón que había visto acompañando a la hermosa indiana, había ido tres días antes al bodegón, y la había preguntado quién fuese el amo de la casa deshabitada y si sabía que la casa se vendiese, a lo que ella había contestado ocultándole lo del duende, lo cual la había valido un buen regalo del señor marqués de los Alfarnaches, a quien había avisado en buen tiempo, y que el señor marqués la había dicho después, que la tal dama se llamaba doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, que era viuda, que apaleaba el oro, y que al morir su marido, que había sido un viejo oidor de la chancillería de Méjico, había hecho buenos doblones su hacienda, y se había venido a Sevilla, de donde era natural, aunque por haberla llevado su marido a Méjico, todos la creían y la llamaban indiana.

¿De manera, dijo con impaciencia doña Guiomar, dando con el breve pie sobre la estera, que vos no sabéis, ni aun sospecháis, quién sea el que su mucha mano ha interpuesto en favor del rapista, para con el Santo Oficio?