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Pero desde entonces tenían los amos un espantajo para levantarlo como bandera, La Mano Negra, y no intentaban los pobres de la campiña el más leve movimiento hacia su bienestar, que no surgiese el fantasma lúgubre goteando sangre. Todo lo autorizaba el tétrico recuerdo. Por la más leve falta se apaleaba a un hombre en el campo; el gañán era un ser sospechoso contra el cual todo era lícito.

La tal señora tenía la manía de la limpieza, y cada dos días, al frente de sus criadas y con el esfuerzo de la asistenta, ponía en revolución sus habitaciones, apreciando con honda simpatía a la Isidra por el brío con que apaleaba las alfombras, frotaba las maderas y sacudía un polvo imaginario que parecía haber huido para siempre, asustado de esta rabiosa pulcritud.

Preguntó el rapista a la bodegonera de dónde había sacado todas aquellas noticias, y díjole ella, que el rodrigón que había visto acompañando a la hermosa indiana, había ido tres días antes al bodegón, y la había preguntado quién fuese el amo de la casa deshabitada y si sabía que la casa se vendiese, a lo que ella había contestado ocultándole lo del duende, lo cual la había valido un buen regalo del señor marqués de los Alfarnaches, a quien había avisado en buen tiempo, y que el señor marqués la había dicho después, que la tal dama se llamaba doña Guiomar de Céspedes y Alvarado, que era viuda, que apaleaba el oro, y que al morir su marido, que había sido un viejo oidor de la chancillería de Méjico, había hecho buenos doblones su hacienda, y se había venido a Sevilla, de donde era natural, aunque por haberla llevado su marido a Méjico, todos la creían y la llamaban indiana.