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La fiebre de los negocios dominando al país entero; la alucinación de las ganancias fabulosas, que no era más que un síntoma de la misma enfermedad; a ciegas, en el laberinto de la especulación, la tierra pronto falta a los pies, no se pisa seguro, no se sabe por dónde se anda... Llega el día de la liquidación, se hace el balance, se buscan las soberbias cantidades con su lucido cortejo de ceros, que en el papel cautivaban la vista... el fondo de la caja está agujereado y por los intersticios han salido los números, como gotas de agua, evaporándose. ¡Y hay que pagar! empieza entonces la caza del oro, que se escabulle, se resiste, se escapa; y como el tiempo apremia, no habiendo ya otro recurso, se cogen los cuatro cascotes de la ciudad y los cuatro terrones del campo y se arrojan, como presa, a la jauría de acreedores.

¡Fusiles! rugían mirándose unos a otros, como si pudieran proporcionárselos . ¡Ay, si tuviéramos fusiles!... Y había en su gesto una expresión heroica, la resolución de morir matando, de perseguir a los enemigos hasta el centro de Madrid. A falta de armas, recogían del suelo las piedras, los cascotes, los pedazos de lata, los zapatos viejos, arrojando una lluvia de proyectiles sobre la policía.

De los bordes pendían trozos de madera, pedazos bamboleantes de pavimento, muebles detenidos en mitad de su caída. Pisó cascotes al atravesar el hall, donde antes había alfombras; tropezó con hierros rotos y retorcidos, fragmentos de camas llovidas de lo más alto del edificio; creyó distinguir miembros convulsos entre los montones de escombros; escuchó voces angustiosas que no podía comprender.

De seguro que no hubiera consentido esa señora rimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo, ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dos pedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del banco de roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otros buena presa del solariego en sus incesantes exploraciones arqueológicas en aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puerta del balcón, ni una colodra colgada de un retrato.

Orejón y el conde se retiraron. En el pasillo, donde salió a despedirles el dueño de la casa, fueron sorprendidos, como otro visitante anterior, por un gran desprendimiento de cascotes del techo. Llueven piedras, ¿o qué es esto? gruñó Orejón deteniéndose. No es nada. Los ratones me tienen minado el techo. Ya os arreglaré, masoncillos.

Sin nada que ofenda los más pudorosos escrúpulos todo es alegre, chistoso y hasta regocijado en un principio. La pintura del lugarejo, cerca de Sevilla, llamado Cascotes, y donde se desenvuelve la acción, parece exactísima copia de la realidad realzada y animada por el ingenio y por el arte, si bien el arte, discreto y velado, no deja huella en lo escrito, que parece todo espontáneo y fácil.

Sólo a trechos veíanse algunos ladrillos y cascotes de los derribos; lo demás estaba construido con los materiales más heterogéneos, viéndose empotrados en la argamasa, a guisa de ladrillos, botes de conserva, latas de petróleo, cafeteras, orinales, hormas de zapatos, y junto con estos despojos, tibores rotos de porcelana, columnillas de alabastro, trozos de estatuas, todo al azar, según el desorden de la recogida diaria en Madrid.

Acabaron su vida las ropillas; no quedaba andrajo en pie. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenía el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta, y no hallando remedio contra el granizo, viéndose sin santidad cerca de morir San Esteban, dijo que le dejasen salir, que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas.

Nadie tampoco en sus calles sembradas de botellas, de maderos chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los cadáveres habían desaparecido, pero un hedor nauseabundo de grasa descompuesta, de carne quemada, parecía agarrarse á las fosas nasales. Lo atravesó todo, hasta llegar al sitio ocupado por la barricada de los dragones. Aún estaban las carretas á un lado del camino.

Desnoyers vió en estos rectángulos llenos de tizones, sillas, camas, máquinas de coser, cocinas de hierro, todos los muebles del bienestar campesino, que se consumían ó retorcían. Creyó distinguir igualmente un brazo emergiendo de los escombros y que empezaba á arder como un cirio. No; no era posible... Un hedor de grasa caliente se unía á la respiración de hollín de maderas y cascotes.