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Vive Dios, que se le olvidan Más de doce mil que fueron A Granada, y á otras partes; Y aun era tan recio el tiempo, Que se morían más postas Que tienen las cuentas ceros. Más: de dar á sacristanes, Que las campanas tañeron Por las victorias, que Dios Fué servido concedernos, Seis mil ducados, y treinta Y seis reales. ; que fueron Infinitas las victorias, Y andaban siempre tañendo.

Pero D. Joaquín nada tenía que perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.

Entónces se comprende que, desde que se ha penetrado á esa Babilonia, la personalidad ha desaparecido ante una grandeza que aturde, que abruma, que pulveriza sin misericordia! Lóndres es una inmensidad compuesta de ceros, es la paradoxa de millones de nadas, de séres nulos ante el conjunto, formando la suprema grandeza!

Desde luego salta á los ojos, que no siendo la multiplicacion mas que una adicion abreviada, si una adicion infinita de ceros, no puede dar mas que cero; tampoco podrá resultar otra cosa de la multiplicacion, aunque sea infinito el otro factor. ¿Por qué pues los resultados matemáticos nos dicen lo contrario? No es verdad que haya semejante contradiccion; solo es aparente.

El volcán erupta su fuego sin importarle que los hombres hayan levantado un pueblo en su falda; ríos y mares se desbordan sin enterarse de que unos seres ínfimos han creado sus hormigueros en las arrugas que les sirven de vallas; la tierra, cuando desea temblar, no pide permiso a los parásitos que anidan en su epidermis... El dios ignora nuestra existencia: la humanidad sólo figura como los ceros en sus altas combinaciones aritméticas.

A Fortunata, sin mentarle la herencia por respeto a la difunta, le dijo algo de sus fincas de Molina de Aragón, y de que si el dinero en hipotecas era el mejor dinero del mundo. A veces su imaginación agrandaba las cifras de la herencia, añadiéndole ceros, «porque esa gente de los pueblos no gasta un cuarto, y no hace más que acumular, acumular...».

Inventemos la palabra: ochenta undecillones, ó sea un 8 seguido de sesenta y siete ceros... Dos hombres que se pusieran á jugar con una baraja de cincuenta y dos cartas y jugasen una partida por minuto, siendo en cada partida el juego diferente, sólo llegarían á agotar todos las combinaciones posibles después de cien millones de siglos.

Los dueños de hoteles y restoranes, por agradecimiento, colgaban mi retrato un el lugar más visible de sus comedores, siempre repletos. Los diarios publicaban mi biografía, y al hablar de mis riquezas se veían obligados á romper sus columnas, colocando una línea de ceros á todo lo ancho de la página, y aun así, les faltaba espacio.

Creyó que lo que ganaba era de él; se imaginó haber descubierto el secreto mencionado por Novoa y que iba á conseguir aquellas fabulosas ganancias calculadas tantas veces cuando escribía docenas y docenas de ceros sobre un papel. ¡Qué noche! ¡Y no estar allí su amigo el sabio, para que presenciase su triunfo!... Lubimoff su retiró de la mesa.

Llamó de pronto su atención el silencio con que el príncipe y Castro escuchaban á Novoa, y fijó en éste sus ojos de visionario todavía deslumbrados por el revoloteo áureo de la Quimera. También el sabio hablaba de millones de millones, de cifras que no podía abarcar con palabras y detallaba repitiendo uno tras otro docenas de ceros. Sonrió Spadoni con desprecio.