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En presencia de Atilio y de Novoa era menos locuaz, temiendo sus comentarios. Por el gusto de hacerle rabiar le recordaban el entusiasmo de los tradicionalistas españoles en pro de Alemania. Castro hasta fingía extrañarse de que no fuese germanófilo, como todos sus amigos políticos. Yo estoy donde debo estar contestaba don Marcos con dignidad . Soy un caballero, y estoy con las personas decentes.

Me da miedo entrar en mi casa; siento terror y esperanza. ¡Ay, la noticia que puedo recibir de un momento á otro!... Di: ¿ crees de verdad que no le ha pasado nada?... ¿ crees que podrá volver?... Spadoni entró en la habitación de Novoa con el propósito de hacerle hablar.

Spadoni intentó hablar, pero se contuvo viendo que el príncipe se dirigía á Novoa. A usted no le pregunto: conozco su situación. Vive en el viejo Mónaco, en la casa de un empleado del Museo, y su alojamiento no debe ser gran cosa. Además, como decía Atilio, gana usted mucho menos que un croupier del Casino. Y mirando á sus convidados, añadió: Lo que yo quiero proponerles es que vivan conmigo.

El príncipe vió á Novoa y á Valeria en el mismo diván, continuando su conversación, pero cada vez más abstraídos, fijos los ojos en los ojos, como si estuviesen en un lugar desierto. Llegó cerca de ellos sin que le viesen, y pudo oir un fragmento de lo que decía la acompañante de Alicia.

Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa: Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.

Pensaba con nostalgia en las plácidas veladas de «los enemigos de la mujer», cuando Spadoni se sentaba al piano ó hacía cálculos infinitos, siempre doblando; cuando Novoa exponía sus paradojas científicas y Castro relataba las aventuras de su abuelo el «Don Quijote rojo»... ¿Dónde estarían ahora estos compañeros de soñolienta felicidad? Atilio le interesaba especialmente.

Monte-Carlo es así: muy chico para los que van al Casino y se rozan á todas horas; enorme, como una gran capital, para los que no se acercan á las salas de juego... El príncipe me pregunta por ella muchas veces. Parece que no ha conseguido verla después de la tarde del telegrama. Novoa recobró su gesto enigmático al oir el nombre de Lubimoff.

Pero Atilio repelió su mano sin volver la vista y siguió escuchando. Novoa hablaba ahora de las aguas ardientes condensadas en la atmósfera primitiva del globo, que se habían precipitado sobre su corteza en formación, disolviendo ó arrastrando cuanto encontraban en esta superficie acabada de nacer.

Novoa, animado por su reciente confianza con unos hombres tan distintos á los que había tratado hasta entonces, aceptó el título con aplauso. Yo confieso, señores, que, según la distinción hecha por el príncipe, no he conocido jamás á una mujer. ¡Pobres hembras... y pocas! Pero me gusta el título, y acepto ser uno de «los enemigos de la mujer», aunque la tal mujer no se pondrá nunca ante mi paso.

Le avisaba el corazón «una gran tarde». Tenía entre ojos á un croupier que empezaba su servicio á las tres y media. Conocía su modo de tirar la bola. Cada uno tiene su especialidad: unos son de mano larga; otros de mano corta. Este la hacía caer con frecuencia en el 17: su número. Novoa se fué detrás de él, pero con menos franqueza. Balbuceó ruborosamente al despedirse del príncipe.