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A fuerza de encontrarse a la cabecera de los que sufrían y de los que morían, el sacerdote y el médico con el mismo corazón y el mismo movimiento, se sintieron atraídos uno hacia el otro. Sintieron que pertenecían a la misma familia, a la misma raza, a la raza de los buenos, los justos y los bienhechores.

¡Pero si él nunca había visto eso!... ¿Cómo era posible que no hubiese él sabido hasta entonces que había niños pobres que tenían hambre y frío y se morían de miseria y de tristeza en un horrible camaranchón?... ¡Ni mantas quería él ya tener en su cama, mientras hubiese en su reino un solo niño que no tuviera por lo menos tres calzones de bayeta y un vestidito de bombasí!...

Figuraba en la no muy numerosa servidumbre de la casa, con el título, las atribuciones y preeminencias de ama de gobierno, una mujer ya cuarentona, hija de antigua criada de la familia, de esas criadas de antaño que nacían, vivían y morían a la sombra, protectora de sus patrones, la cual mantenía a su lado un niño, que el maligno rumor público susurraba ser obra y gracia de don Aquiles.

Los vendedores de periódicos pregonaban terribles batallas en el centro de Europa: ardían las ciudades bajo el bombardeo, morían cada veinticuatro horas miles y miles de seres humanos... Y él no leía nada, no quería saber nada.

Lo que la inquietaba, lo que hacía de su existencia un atroz suplicio, era la idea de que enfermaran sus niños. No era idea, no era temor: era seguridad de que Paquito y Antoñito caían malos... se morían sin remedio. Trató Benina de quitarle de la cabeza tales ideas; pero la otra no se dio a partido, y despidiéndose presurosa, tomó la vuelta de Madrid.

Y era también costumbre sancionada por los años, tolerancia perpetuada por la tradición, abuso que tomó origen en el capricho de un rey absoluto, ganoso de repoblar su reino. Antes de romper el alba, la columna se ponía en marcha. Después, los padres anónimos morían en presidio, y los hijos de aquellas esposas de una noche se llamaban los hijos del camino. Así fue concebido Juan.

Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y señal que venían de alguna villa grande, donde las habían comprado, y las llevaban a su aldea; y así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración en que caían todos aquellos que la vez primera veían a don Quijote, y morían por saber qué hombre fuese aquél tan fuera del uso de los otros hombres.

Lo más de entorno del fuerte, que era piedra, que á 200 ni 300 pasos no se podía hacer trinchea. Cuando llegaban á estas partes, la hacían de noche con tierra y fajina. Era cosa de admiración la solicitud y atrevimiento que tenían en arriscarse á trabajar donde tantos morían. Este turrión que comenzaron á levantar descubría todo el caballero de Gonzaga.

Los que morían dejaban una cama libre á los otros que iban llegando. Desnoyers vió cestos que goteaban, llenos de carne informe: piltrafas, huesos rotos, miembros enteros. Los portadores de estos residuos iban al fondo de su parque para enterrarlos en una plazoleta que era el lugar favorito de las lecturas de Chichí.

Después iban llegando los varones: pobres arrieros, curtidos por los vientos glaciales de la Cordillera que derriban á las mulas. Algunos, durante las grandes nevadas, habían quedado aislados meses enteros en una caverna lo mismo que los náufragos que se refugian en una isla desierta , teniendo que esperar la vuelta del buen tiempo, mientras á su lado morían los compañeros de hambre y de frío.