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Quedóse Carmen sola, sentada en el sofá de terciopelo carmesí, muy fofo y deslucido. Sobre la blancura agria de la cal destacaban en las paredes unas láminas cromadas, con marcos de madera un poco apolillados. En lontananza una consola sostenía sendos fanales colmados de flores de trapo, incoloras y deformes.

Currita sintió una especie de escalofrío de miedo y miró instintivamente al sitio en que solía oír todos los días misa la anciana marquesa. Allí estaba su sillón de terciopelo, hundido todo y destrozado, y delante el reclinatorio, conservando aún sus almohadones apolillados las huellas de sus rodillas y sus brazos.

Algunas veces, falto de libros, pues había vendido todos los suyos que eran de cierto valor, sacaba alguno de la biblioteca del señor Vicente e intentaba reír con las piadosas extravagancias de las vidas de los santos. Pero el tiempo no estaba para risas, y acababa por devolver a su estante los mamotretos apolillados.

De seguro que no hubiera consentido esa señora rimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo, ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dos pedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del banco de roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otros buena presa del solariego en sus incesantes exploraciones arqueológicas en aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puerta del balcón, ni una colodra colgada de un retrato.

No pudo prescindir de una sensación de respeto hacia aquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tres perfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. La decoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala le miraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo.

A un extremo, ante una mesita cubierta de expedientes y cartas, escribía con pluma de ganso y tintero de loza, un clérigo flaco y apergaminado, como si viviera en perpetua cuaresma. Y, finalmente, de una percha pendían varios manteos, raídos y apolillados unos, de nuevo y luciente paño otros. En aquella estancia dejaron solo a Lázaro.

Felizmente, mi tía acaba de darme una buena noticia; nos vamos después del día de Todos los Santos, es decir el martes. ¡Ya era tiempo! Se me figuraba ser uno de esos vestidos apolillados que se olvidan en los armarios. Me gustan tus comparaciones dijo María Teresa mirando humear sus botines húmedos ante el fuego de la chimenea; no son vulgares.

Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación había desaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algún suceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que al maestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio. Allí delante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderos apolillados.

Allí estaban los héroes de las antiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral.

A la vista del niño, cualquier viejo tapiz se puebla de seres animados. ¡Con qué sencilla fe contempla sobre los viejos y apolillados lienzos la imagen de Syrinx extendiendo aún los brazos, cuando ya está convertida á medias en grupo de cañas, Procrios echando raíces para convertirse en álamo, ó la ninfa Byblis fundiéndose en llanto, para correr eternamente en forma de fuente!