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Cierta tarde, con la seguridad que le dieron de que Peña había ido de paseo hacia la Escombrera con don Rosendo, nuestro Sinforoso se arriesgó a entrar a beber una botella de cerveza en el café de la Marina.

, el nuevo matadero; ¿crees que debe emplazarse en la Escombrera, o en la playa de las Meanas detrás de las casas de don Rudesindo? Gonzalo vió el cielo abierto, y, sonriendo de placer, respondió: Yo creo que en la playa de las Meanas estaría bien... Muy abierto aquello... muy ventilado...

De seguro que no hubiera consentido esa señora rimeros de libracos viejos y apolillados sobre el sofá de damasco rojo, ni un banco de roble tallado entre dos sillas de reps verde, ni dos pedruscos célticos y una escombrera de cascotes romanos encima del banco de roble y de la consola de nogal, no obstante ser los unos y los otros buena presa del solariego en sus incesantes exploraciones arqueológicas en aquellas comarcas y sus aledaños; ni una escopeta detrás de la puerta del balcón, ni una colodra colgada de un retrato.

»Nada pensé, nada dije, nada respondí. Toda la noción que me quedó de mi propia existencia, la invertí en recoger de aquella escombrera a que instantáneamente habían quedado reducidas vida y alma, los alientos necesarios para apartarme de allí. Y eso hice a duras penas.

Desde que fuí capaz de entender ciertas cosas, comprendí que el matadero no debía estar donde hoy está. En una palabra, que debía trasladarse. ¿Dónde? Una voz interior me decía siempre que a la Escombrera. Antes de poder dar ninguna razón científica, estaba tan convencido como ahora de que allí debía emplazarse, y no en otra parte.

Pero notando que la frente de su suegro se fruncía, y en sus ojos se apagaba repentinamente la sonrisa, añadió balbuciendo: Tampoco me parece que estaría mal en la Escombrera... Mucho mejor, Gonzalo... ¡Infinitamente mejor! Puede, puede. Y esta opinión mía añadió no vayas a figurarte que es de ayer mañana, sino de toda la vida.

Mirando al grupo idílico que en la escombrera formaban la anciana y el ciego, toda aquella gentuza empezó a vociferar. ¿Qué decían? No era fácil entenderlo desde arriba.

Siguió adelante el despernado, y Benina, con su cesta al brazo, subió gateando por la escombrera, no sin trabajo, pues aquel material suelto de que formado estaba el talud, se escurría fácilmente.