Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !

Actualizado: 24 de noviembre de 2025


Quintanar le seguía muerto de sueño, encerrado en su uniforme de cazador, de que se reía no poco Frígilis, quien usaba la misma ropa en el monte y en la ciudad, y los mismos zapatos blancos de suela fuerte, claveteada.

¿Verdad que tiene razón Frígilis? ¿Qué dice ese sonámbulo? Que la Regenta se parece mucho a la Virgen de la Silla. Es verdad; la cara ... Y la expresión; y aquel modo de inclinar la cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con la barba redonda y pura.... ¡Hola, hola! ¡el pintor! Las chispas de los ojos de la jamona saltaron como las de un brasero aventado.

Leer y trabajar como si estuvieras a destajo.... No me interrumpas; ya sabes que riño pocas veces; pero ya que ha llegado la ocasión, he de decirlo todo; eso es, todo. Frígilis me lo repite sin cesar: «Anita no es feliz». ¿Qué sabe él? Bien sabes que él te quiere, que es nuestro mejor amigo. Pero ¿por qué dice que no soy feliz? ¿En qué lo conoce?...

Admitió el trato de Quintanar, pero a beneficio de inventario y con las demás condiciones que había impuesto a don Cayetano; no sabrían nada las tías. Don Víctor aceptó aquella manera de ser pretendiente. Mire usted decía Frígilis el secretillo es la salsa de estos negocios; la chica picará más pronto... ya verá usted como pica.... Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.

¡El gato! ¡El moreno!... dijo Frígilis, moviendo la cabeza qué gato... ni qué...

Se entendía con los jardineros. En cuanto las lluvias de invierno se inauguraban, después del irónico verano de San Martín, a Frígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasaba en su recinto los días en que le reclamaban sus árboles y sus flores.

El reloj de la catedral dio las siete y media. De un brinco se puso Quintanar en pie. ¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído el cuarto.... Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto.... Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estaba inerte, no podía resolver.

¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso! había interrumpido don Víctor al oír esto. Pero Frígilis había replicado: quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la única solución; pero confiesa que el perdonar es una solución también. Perdonarla es transigir con la deshonra.... Eso ya lo veríamos. ¿ eres cristiano?

Debo de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de eso». Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor de su hogar allá en la aldea.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.

Palabra del Dia

vengado

Otros Mirando