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Actualizado: 24 de julio de 2025
No fue aquella sola; muchas veces, en cuanto veía un rayo de sol, a don Víctor se le antojaba aprovechar el buen tiempo y echar una cana al aire en los ventorrillos de la carretera de Castilla o en los de Vistalegre, en compañía de las personas que más quería en Vetusta, a saber: su cara esposa, Frígilis... y don Álvaro.
Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era Frígilis!». Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos.
El oidium consumía la uva, el pintón dañaba el maíz, las patatas tenían su peste, vacas y cerdos la suya; el vetustense tenía la envidia, su oidium, la ignorancia su pintón, ¿qué culpa tenía él?». Frígilis disculpaba todos los extravíos, perdonaba todos los pecados, huía del contagio y procuraba librar de él a los pocos a quien quería.
Hay presentimientos gritó la del Banco, que se disponía a narrar tres o cuatro adivinaciones suyas. Pero este tuvo la culpa.... Frígilis encogió los hombros y tomó el pulso a la enferma, que le apretó la mano, perdonándoselo todo. La verdad era que don Víctor había querido volver temprano... para no perder el teatro. Pero esto no se podía decir.
Sentía una indignación tan grande como la cólera de Aquiles, el hijo de Peleo. Petra intentó arrancar el brazo de su ama de aquella trampa en que había caído. Era una máquina que, según Frígilis y Quintanar, sus inventores, serviría para coger zorros en los gallineros en cuanto acabasen ellos de vencer cierta dificultad de mecánica que retardaba la aplicación del artefacto.
Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.
En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a Frígilis, su amigo.... ¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo sueño, de que su esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella piensa!...
Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecía su pobreza de espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa ella.
Don Víctor Quintanar se presentó media hora después a su mujer con manchas de pólvora en la frente y en las mejillas. No supo nada de la visita nocturna del Magistral. «No preguntó nada: ¿para qué decírselo?». A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Frígilis entró en el Parque de Ozores por la puerta de atrás, con la llave que él tenía para su uso particular.
Frígilis no temía lo presente si no lo futuro; lo que podía suceder. No veía una falta sino un peligro. Algo había oído de lo que se murmuraba en Vetusta, aunque en su presencia no se atrevían las malas lenguas a poner en tela de juicio el honor de los Quintanar.
Palabra del Dia
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