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Actualizado: 20 de junio de 2025


Ambos gritaban, gesticulaban, levantaban los brazos, abría las manos, pateaban, hablaban de niveles, de corrales de pesca, del río de S. Mateo, de cascos, de indios, etc., etc. con gran contento de los otros que les escuchaban y manifiesto disgusto de un franciscano de edad, extraordinariamente flaco y macilento, y de un guapo dominico que dejaba... dejaba vagar por sus labios una sonrisa burlona.

Lucía, como una flor que el sol encorva sobre su tallo débil cuando esplende en todo su fuego el mediodía; que como toda naturaleza subyugadora necesitaba ser subyugada; que de un modo confuso e impaciente, y sin aquel orden y humildad que revelan la fuerza verdadera, amaba lo extraordinario y poderoso, y gustaba de los caballos desalados, de los ascensos por la montaña, de las noches de tempestad y de los troncos abatidos; Lucía, que, niña aun, cuando parecía que la sobremesa de personas mayores en los gratos almuerzos de domingo debía fatigarle, olvidaba los juegos de su edad, y el coger las flores del jardín, y el ver andar en parejas por el agua clara de la fuente los pececillos de plata y de oro, y el peinar las plumas blandas de su último sombrero, por escuchar, hundida en su silla, con los ojos brillantes y abiertos, aquellas aladas palabras, grandes como águilas, que Juan reprimía siempre delante de gente extraña o común, pero dejaba salir a caudales de sus labios, como lanzas adornadas de cintas y de flores, apenas se sentía, cual pájaro perseguido en su nido caliente, entre almas buenas que le escuchaban con amor; Lucía, en quien un deseo se clavaba como en los peces se clavan los anzuelos, y de tener que renunciar a algún deseo, quedaba rota y sangrando, como cuando el anzuelo se le retira queda la carne del pez; Lucía que, con su encarnizado pensamiento, había poblado el cielo que miraba, y los florales cuyas hojas gustaba de quebrar, y las paredes de la casa en que lo escribía con lápices de colores, y el pavimento a que con los brazos caídos sobre los de su mecedora solía quedarse mirando largamente; de aquel nombre adorado de Juan Jerez, que en todas partes por donde miraba le resplandecía, porque ella lo fijaba en todas partes con su voluntad y su mirada como los obreros de la fábrica de Eibar, en España, embuten los hilos de plata y de oro sobre la lámina negra del hierro esmerilado; Lucía, que cuando veía entrar a Juan, sentía resonar en su pecho unas como arpas que tuviesen alas, y abrirse en el aire, grandes como soles, unas rosas azules, ribeteadas de negro, y cada vez que lo veía salir, le tendía con desdén la mano fría, colérica de que se fuese, y no podía hablarle, porque se le llenaban de lágrimas los ojos; Lucía, en quien las flores de la edad escondían la lava candente que como las vetas de metales preciosos en las minas le culebreaban en el pecho; Lucía, que padecía de amarle, y le amaba irrevocablemente, y era bella a los ojos de Juan Jerez, puesto que era pura, sintió una noche, una noche de su santo, en que antes de salir para el teatro se abandonaba a sus pensamientos con una mano puesta sobre el mármol del espejo, que Juan Jerez, lisonjeado por aquella magnífica tristeza, daba un beso, largo y blando, en su otra mano.

Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había visto. ¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-; pues no le llaméis ansí, porque no lo merece, como luego veréis. Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre.

A la llegada de los dos santos, toda la ciudad se reunió en la plaza, como para oir y admirar la palabra de aquellos virtuosos varones. San German habla á la multitud, y en medio del profundo silencio y de la profunda veneracion con que le escuchaban, se oyen sollozos. San German calla, las gentes se miran, se interrogan, buscan.... La que lloraba era una muchacha de Nauterre.

Un grito estridente rasgaba la lobreguez, un alarido feroz, que hacía estremecer á los que lo escuchaban. Este grito inmenso salía de la garganta de un pájaro poco más grande que el puño, una especie de mochuelo del tamaño de un pichón de cría. Todas las bestias, las que vuelan, las que corren y las que se arrastran, se echaban á temblar cuando oían este alarido.

¿No es ésta la opinión de todos los aquí reunidos? continuaba Simón volviéndose hacia los campesinos, que abrían inmensamente los ojos y le escuchaban admirados. ¿No es tiempo ya de que pasemos de las palabras a los actos?... Puesto que la Administración quiere ser con nosotros equitativa, no nos queda más que dirigirnos a los tribunales... Que todos aquellos que sean de mi parecer levanten la mano.

Las oyentes la escuchaban con expresiones contradictorias. Unas creían realizable su ilusión. Otras, fatalistas y melancólicas, torcían el gesto. Sabían lo que podía alcanzarse en aquella tierra. Vivir nada más... y gracias. Al principio, una gloria rápida, y luego, la miseria: una miseria peor que la de Europa. ¡Cincuenta mil francos! dijo Berta . No es mucho.

Lázaro trató en aquel momento supremo de desesperación de reunir todo su aplomo para hablar, para defenderse, para gritar, para decir á todos que era inocente, que era un infeliz, un pobre diablo, el último de los seres. No le escuchaban. No podía hablar, ni para defenderse, ni para despreciarlos: se doblegó bajo el peso insoportable de tanta mirada y de tanta cólera.

Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos comprendido tenía un no qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la atención.

¿Era muda? exclamaron á un tiempo tres ó cuatro de los que escuchaban la relación. Lo era todo á la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa; porque era... de mármol.

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