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¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas barbas tengas miedo de tus hijastros! Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos leopardos! ¡Pero pareces un tigre! repuso riendo Reynoso. Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento.

Cuando Germán entró anunciando su visita, recordó Amaury que dos días antes había estado Auvray a verle para pedirle un favor y que no encontrándose dispuesto a pensar en otra cosa que en los asuntos que a él le preocupaban, había diferido para otro día aquella conferencia. Felipe volvía con la perseverancia que formaba parte de su carácter, a preguntar a Amaury si podía al fin oírle.

Y Reynoso, que por encima del muro había oído el grito, salía ya por la puerta del jardín y venía corriendo hacia ella. ¡Un secuestrador! ¡Un secuestrador! seguía gritando cada vez más sofocada Elena. Don Germán dirigió la vista al sitio que su esposa había dejado y vio a su hermana hablando tranquilamente con el bandido, aunque a respetable distancia uno de otro.

Mira, Germán, no empecemos, o... Y se levantó otra vez para echarle las manos al cuello. Reynoso cogió al vuelo aquellas lindas manecitas y trató de llevarlas a los labios. ¡No! ¡no! ¿Qué quiere decir no? No quiero que me beses... no quiero... Eres un gañán... Te pasas la vida haciendo burla de ... Y se defendía furiosamente.

Acercóse entonces a la salida de un corredor que daba a la cocina y gritó muy impaciente: ¡Germán!... ¡Basilio!... ¿No hay nadie?... Acudió Germán muy presuroso y extrañado de encontrar a la señora condesa por aquellos andurriales. La llave de aquí dijo ella. Germán se encogió de hombros. ¿Quién iba a saber dónde estaba aquella llave?

Soy tardo en recoger las provocaciones, pero una vez resuelto á obtener reparación la exijo mientras me quedan fuerzas y alientos. Ma foi, pues bien pocos os quedan ya, exclamó Germán bruscamente. Estáis blanco como la cera. Seguid mi consejo y dad por terminada la cuestión, que no os podéis quejar del resultado. No, insistió Roger.

Germán seguía sus cursos del bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio: todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano.

Tristán se llevó la suya al bolsillo y dejando asomar la culata de un revólver profirió con reconcentrada ira: ¡Mátalos! ¡Mata a esos traidores! Reynoso no se movió. Se oyó el ruido del coche que se alejaba. Nadie habló una palabra en algunos minutos. Al fin Escudero puso una mano sobre el hombro de aquél y dijo con voz conmovida: ¡Germán! ¡amigo mío! ¡valor!

Don Germán les dice al oído algunas palabras y les ordena que cada uno por su lado se dirijan a la puerta sin llamar la atención de los convidados. Así lo hacen, pero cuando ya han subido al carruaje, alguien les hace traición; los invitados se enteran, se lanzan a los balcones y les hacen una delirante ovación.

¿No serás el que me engañas...? Mira, Germán, voy a pedirte un favor y es que me hables con toda franqueza. que por condescendencia, por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran locura ese disimulo.