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Vengo huyendo de ellos. No faltó nada para que me asesinasen. Tocó la vez a Tristán de abrir los ojos desmesuradamente. ¡Asesinarle a usted! ¿Pero cómo...? ¿Qué está usted ahí diciendo? , en mi misma casa abrieron los cuchillos para ... Si no escapo a tiempo allí me degüellan sin remisión. ¿Pero está usted loco, amigo Barragán? ¿De quién habla usted? ¡De esos granujas! De mis hijastros.

¡Pero hombre, parece mentira que con ese aspecto tremendón y esas barbas tengas miedo de tus hijastros! Es que no los conoces, Germán. ¡Mis hijastros son dos gauchos, dos leopardos! ¡Pero pareces un tigre! repuso riendo Reynoso. Mientras esto sucedía en las afueras del parque, dentro de él Tristán llevaba a cabo un gravísimo descubrimiento.

Algunas gotas de sudor le rodaban por la frente; sus luengas barbas negras y ásperas barrían como una escoba la mesa cuando bajaba hacia ella la cabeza para invitar dulcemente a Fernández a que se explicase mejor; sus ojos encarnizados rodaban por las órbitas con inquietud y ansiedad. Al fin se decidió a preguntar: ¿Y mis hijastros? Muerte dijo la mesa.

Gracias a este encuentro, que les hizo vacilar algunos instantes, Barragán pudo abrir la puerta de la escalera y precipitarse por ella. Sus hijastros le siguieron al instante con los cuchillos abiertos y gritándole: ¡Suelta la plata, ladrón!