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Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos, llegando en el mayor calor del ataque a llamar a su contrario «el mal aconsejado presbítero, si se le permitía calificarle así». «Mal aconsejado decía después D. Diego explicando el adjetivo ; esto es, que yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no ser por consejo de alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados pretendía imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes cultos de los términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión, teniendo que hablar de los pies de un hórreo o de una panera, que en el país se llaman pegollos, antes de manchar sus labios con semejante palabrota, prefirió decir «los sustentáculos del artefacto, señor excelentísimo». A estas cualidades, que le habían conquistado las simpatías y el respeto de toda la magistratura, unía el don no despreciable de una felicísima memoria para recordar fechas con exactitud infalible, y así, había más números en su mollera que en una tabla de logaritmos.

Atónito el ministro retrocedió bruscamente en la butaca, soltando una palabrota: mas Currita, sin ofenderse por ella, ni asombrarse tampoco, dejóse caer de nuevo en su almohada como si tal cosa, diciendo con su cándida risita: ¡Vamos, vamos, Martínez!... Preciso será que se ponga usted dos parches de patata... ¡Eso refresca mucho!...

Verlas la Pepa y descargar su boca cuanta palabrota y desvergüenza llevaba almacenadas, fué instantáneo; hecha una fiera, las guedejas caídas sobro los ojos, increpaba a todos con el puño cerrado, maldiciendo del difunto, a quien condenaba a los fuegos del infierno.

Su figura sobresalía del parapeto, destacándose sola y arrogante. Llevaba zamarra larga con cordonaje negro, faja morada y gorra pellejera. Pateta, según iba subiendo, le miraba con mayor tenacidad: de pronto, al reconocerle, soltó una palabrota y murmuró con ira: ¡El del fusilamiento! Y rápidamente el pensamiento le señaló su verdadero enemigo.

Su antiguo condiscípulo Francisco Sánchez, el Brocense, lanzaba una sucia palabrota contra Santo Tomás, cuando se invocaba su autoridad sublime en las disputas. El Cardenal Arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, luteranizaba en su Catecismo Cristiano. Había llegado, pues, ese instante supremo en que una batalla se pierde por una pausa de la voluntad.

El pobre chico se quedó viendo visiones. ¿Por qué tal improperio? ¿Dónde, cuándo ni cómo había escandalizado él?... ¡Carape con el dicho... y en mitad de la calle, y a quemarropa!.. Y aunque hubiera escandalizado, ¿qué le importaba a ella?... ¡Vaya con la grandísima!.. Pero ¿no era creíble también que la palabrota que parecía un insulto a él, fuera simplemente una de las dichas por la Escribana en el calor de la riña sorda en que iría empeñada con sus hermanas, como de costumbre?... En fin, no lo entendía; y después de todo, ¿qué más le daba?

No supo si fueron los labios del mozo una cosa rusiente que le dolió en el cuello, ni supo de dónde había sacado ella un grito de furiosa rebeldía y una fuerza salvaje para desasirse de aquel abrazo exultante y ansioso. Andrés, impulsado hacia atrás por las dos manos breves y nerviosas de la niña, dió un traspié no muy gallardo y soltó una palabrota soez.

Volvióse Jacobo colérico, soltando impaciente una sucia palabrota, con esa obscena grosería que se oculta con frecuencia bajo las pulidas formas sociales de ciertos hombres y brota espontáneamente en cuanto la excita la ira o la impulsa una confianza sin decoro.

Júpiter, pues, al ver a Juno, se dejó vencer por la fuerza de aquellos hechizos; la requirió de amores con la mayor vehemencia; y no encontró modo mejor de someterla a su propósito y deseo que el de citarle todas sus travesuras y lances galantes, asegurando que en ninguno de ellos, ni con Dánae, ni con Leda, ni con Europa, ni con las demás princesas y ninfas que había seducido, se había sentido nunca tan emocionado, permítaseme la palabrota, como en aquella ocasión.

¡Si tengo la solucion, c ! exclamó lanzando una palabrota que no era el eureka pero que principia por donde este termina; mi dictamen está hecho. Y repitiendo cinco ó seis veces su peculiar eureka que azotaba el aire como alegres latigazos, radiante de júbilo se dirigió á su mesa y empezó á emborronar cuartillas. Aquella noche había gran funcion en el Teatro de Variedades.