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Creo en todas sus maldades porque mi madre me las ha dicho; y creo que Dios, á quien el Comendador es simpático, se las va á perdonar, como yo se las perdono. ¿No es una monstruosidad, no es una aberración este cariño hacia una persona casi desconocida? Yo me condenaba antes por mi inclinación á D. Carlos, á despecho, á escondidas de mi madre.

Pues ¡y cuando Espartero no quiso aprobar la famosa Ley de Ayuntamientos! Entusiasmos estériles, y que muchas veces han sido ahogados en sangre. En eso tenéis razón. Se condenaba a muerte por cualquier cosa.

Aquel oso era el verdugo de allí, que esperaba a que los jueces dieran el berrido que me condenaba a muerte, para zamparse una buena ración de mis pedazos y arrojar los restantes a la muchedumbre que ya se había comido a Chisco y a Pito Salces, con escopetas y todo. Bien empleado les estaba, por andarse en guapezas temerarias con aquellos animales que no se habían metido con nosotros.

Se condenaba al reconocer que ella había disimulado mucho menos que él la complacencia con que le oía, el contento que su vista le causaba, el deleite que su conversación le traía siempre, y que ella por instinto irreflexivo, pero depravado, gustaba de parecer hermosa y elegante a todos, y particularmente a las personas a quienes quería, entre las cuales no podía menos de incluir al Padre.

De entre aquel envilecimiento general únicamente solía alzarse de cuando en cuando la protesta de algún espíritu valiente, magistrado, predicador o literato que condenaba tanta vergüenza: por ejemplo, la voz honrada y atrevida del obispo de Granada, don Garcerán Albanel, que osó denunciar a Felipe IV los abusos del Conde-Duque y la pluma del gran Quevedo. «¿Podrá uno dice éste ser monarca y tenerlo todo sin quitárselo a muchos? ¿Podrá ser superior y soberano y subordinarse a consejo? ¿Podrá ser todopoderoso y no vengar su enojo, no llenar su codicia y no satisfacer su lujuria

En primer lugar, un hombre que movía a los demás a pelear, que encendía en su patria la hoguera de la lucha tremenda, que condenaba a sus hermanos a pasar por la crisis de un terrible martirio, estaba al propio tiempo animado de un amor sin límites a la humanidad y de una benevolencia para todos los humanos, por malignos que fuesen o por errados que estuvieran; entre otros, y tal vez principalmente, para los que consideraba sus enemigos.

El año 1597, en que tomó posesión de su cargo el conde, mandó pregonar un bando, por el cual se condenaba en la pena de doscientos azotes á los que vendiesen los artículos á más precio que el señalado ya de antemano; y como quiera que el cumplimiento de la orden no fué guardado ni mucho menos como debiera, el conde empezó á llevar á cabo los castigos con extraño rigor y sin que por un momento dejase pasar la más leve falta.

Mutileder había tenido ya tiempo para meditar, reflexionar y hacer severo examen de conciencia, y no se absolvía, sino que se condenaba por débil, perjuro y desleal, en grado superlativo. A veces quería disculparse consigo mismo, y no lo lograba. «Yo, decía, sigo amando a Echeloría, y Chemed no obsta para ello. Voy a buscar a Echeloría, a libertarla y a vengarla, y Chemed me ayuda en mi empresa.

Mas tarde algunos jóvenes filipinos fueron á España, no solo para adquirir mayores conocimientos, sino para exponer al pueblo español las verdaderas necesidades del pueblo filipino, que las autoridades españolas aconsejadas por las Corporaciones religiosas procuraban ocultar y reprimir, en vez de atender. Al efecto fundaron un periòdico sostenido por el pueblo y pidieron la regulacion de las facultades del Gobernador general; la representacion Filipina en el cuerpo legislativo español; la libertad de imprenta, de cultos y de asociacion; la prohibicion de expedientes gobernativos en que se condenaba

Puse gran empeño en saber lo que pasaba en mi corazón. ¿Qué sentimiento era aquél que no me apartaba de Angelina, y que, sin embargo, me arrastraba hacia Gabriela? Me acusaba yo de infidelidad para con Linilla; repasaba mis actos uno por uno, y aunque me hallaba yo inocente, me condenaba yo con la severidad del juez más recto, y me proponía alejarme de Gabriela. ¡En vano!