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Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron los Marqueses y su hijo: ¡El Vivero! ¡Bravo, bravo, eureka! repetía el Marqués . Paco tiene razón, ¡al Vivero! se van ustedes al Vivero. Y la Marquesa: ¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes de irnos a baños.... Don Víctor protestó. ¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes? Nosotros no vamos este año. O iremos mucho más tarde.

Compré también varios juegos de naipes, y me ensayé con ellos, representando «partidas tipos» y resolviendo «casos prácticos», como si jugara al «solitario». Tanto estudié y aprendí que, después de una semana de preocuparme exclusivamente del bridge, llegué a conocer su mecanismo. ¡Eureka! Ya nadie me supondría importuno «jettatore», ¡ya nadie dudaría de mi caballerosidad!

Porque éstos componen la familia santa de los magos, a la cual pertenecieron los tres Reyes Gaspar, Baltasar y Melchor, y el famoso Simón, e nuestro Rey Alfonso a quien llamaban el Sabio; e los de agora, en castigo de no haber podido esclarecer ciertos secretos, cuya cifra se perdió en el incendio de una gran librería de la antigüedad, siguen ascondidos en sus covachas, estudiando sin cesar; pero ansí que uno de ellos pueda decir: ¡Eureka!, volverán a tomar el gobierno del mundo que antes les perteneció, según rezan los más antiguos documentos.

También estos manuscritos son los más interesantes para la historia, porque, ya son ejemplo único ó casi único de algo, ó ya dilucidan puntos obscuros, que á la mayoría de la gente no les importan nada, pero que llenan de entusiasmo á los historiadores y arqueólogos y hacen que prorrumpan en el eureka de Arquímedes.

Si cotejamos su modo de obrar con el modo de discurrir que se halla entre ellos, muchas que nos parecen contradicciones, las hallaremos consecuencias legítimas de sus principios. Costumbres. Casamientos. Código amoroso indio. Prólogo al libro. Bíndo Cabezang Juan y cabezang María. Los faldones del munícipe. Elocuencia de las uñas. El Eureka tagalo. El pretendiente y la pretendida.. El pamimianan.

Aunque en el engreído meollo de Rosalía Bringas se había incrustrado la idea de que la credencial aquella no era favor sino el cumplimiento de un deber del Estado para con los españolitos precoces, estaba agradecidísima a la diligencia con que Pez hizo entender y cumplir a la patria sus obligaciones. El reconocimiento de D. Francisco, mucho más fervoroso, no acertaba a encontrar para manifestarse medios proporcionados a su intensidad. Un regalo, si había de ser correspondiente a la magnitud del favor, no cabía dentro de los estrechos posibles de la familia. Había que pensar en algo original, admirable y valioso que al bendito señor no le costara dinero, algo que brotase de su fecunda cabeza y tomara cuerpo y vida en sus plasmantes manos de artista. Dios, que a todo atiende, arregló la cosa conforme a los nobles deseos de mi amigo. Un año antes se había llevado de este mundo, para adornar con ella su gloria, a la mayor de las hijas de Pez, interesante señorita de quince años. La desconsolada madre conservaba los hermosos cabellos de Juanita y andaba buscando un habilidoso que hiciera con ellos una obra conmemorativa y ornamental de esas que ya sólo se ven, marchitas y sucias, en el escaparate de anticuados peluqueros o en algunos nichos de Camposanto. Lo que la señora de Pez quería era... algo como poner en verso una cosa poética que está en prosa. No tenía ella, sin duda por bastante elocuentes las espesas guedejas, olorosas aún, entre cuya maraña creyérase escondida parte del alma de la pobre niña. Quería la madre que aquello fuera bonito y que hablara lenguaje semejante al que hablan los versos comunes, la escayola, las flores de trapo, la purpurina y los Nocturnos fáciles para piano. Enterado Bringas de este antojo de Carolina, lanzó con todo el vigor de su espíritu el grito de un eureka.

Las consecuencias de esta broma las explicó brevemente un número posterior de El Alud. «Ayer, decía, tuvo lugar un lance lamentable frente al salón Eureka, entre el digno Juan Flash, del Noticiero de Dutch Flat, y el tan conocido coronel Roberto.

La dalaga, vió que Bindoy se paró, que miró, y que abrió la boca; oyó que pronunció el eureka tagalo, ó sea el característico, ¡aba! y sobre todo, observó que bajó la mano y se rascó con el mismo mimo y parsimonia que podría hacerlo un gitano sobre el lomo de un pollino en feria, y visto y oído lo anterior, dejó jalo dentro del lusong y miró de reojo á Bindoy como diciendo, mañana serás el que piles.

¡Si tengo la solucion, c ! exclamó lanzando una palabrota que no era el eureka pero que principia por donde este termina; mi dictamen está hecho. Y repitiendo cinco ó seis veces su peculiar eureka que azotaba el aire como alegres latigazos, radiante de júbilo se dirigió á su mesa y empezó á emborronar cuartillas. Aquella noche había gran funcion en el Teatro de Variedades.

Mas, ¿dónde hallar en la democrática ciudad de Buenos Aires una princesa pálida y triste, para estudiarla? ¿Dónde el albatros volando sobre embravecidas olas? ¿Dónde el gótico cementerio y el campo de asfodelos, iris blancos y los lises rojos?... Sólo cisnes en un lago verdinegro, eso si podía observar a gusto, en la estancia de su padrino, por ejemplo... ¡Eureka!