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Inclinada la rubia pedigüeña sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detenía en un número, ya ganase, ya perdiese.

Aquí, aun antes de que su esposa le haya saludado, podemos estrechar la mano del capitán del buque recién llegado al puerto, con los papeles del barco en deslustrada caja de hojalata que lleva bajo el brazo.

La labradora callose un momento, como si tratara de recoger las ideas; luego bajó los ojos, enarcó la gran nariz aguileña hasta cerca de los labios y una extraña palidez pareció extenderse sobre su faz. ¿Adónde demonio irá a parar? se decía Hullin. La anciana prosiguió: Yégof, al lado del hogar, con su corona de hojalata y el palo entre las rodillas, pensaba sin duda en algo.

Luisa, en medio del tumulto y de aquellos feroces aullidos, no pensaba mas que en cubrir con su cuerpo a Catalina. La labradora ¡júzguese cuál sería su terror! acababa de reconocer al loco Yégof montado en un caballo alto y flaco, con la corona de hojalata en la cabeza, la barba erizada, empuñando una lanza y con la amplia piel de perro flotando sobre sus hombros.

Algunos, montados en dos enormes ruedas, iban tirados por un asnillo de impacientes orejas, y guiados por mujeres de rostro duro y curtido, que llevaban el clásico sombrero borbonés, especie de esportilla de paja con dos cintas de terciopelo negro cruzadas por la copa: eran carros de lechera: en la zaga, una fila de cántaros de hojalata encerraba la mercancía.

En las reuniones de segundo orden, que abundaban en Vetusta, la humedad excitaba la alegría; cada cual se iba al agujero de costumbre y era de oír, por ejemplo, la algazara con que entraban en el portal de la casa de Visita «los que la favorecían una vez por semana honrando sus salones», que eran sala y gabinete; eran de oír las carcajadas, las bromas de los tertulios guarecidos bajo los paraguas que recibían con estrépito las duchas de los tremendos serpentones de hojalata.... Todos despreciaban el agua, pensando en los placeres esotéricos de la lotería y de las charadas representadas.

En un espléndido día de mayo, Juan hace su entrada en la aldea de Marienfeld. El honrado Franz Maas, que durante el otoño último se ha establecido como panadero, está plantado delante de su tienda, con las piernas abiertas, mirando con complacencia como se balancean dulcemente las rosquillas de hojalata, arriba de su puerta, a impulsos de la brisa del mediodía.

Entre las numerosas imágenes que adornaban su cuarto, la viejecita reverenciaba muy en particular un san Antonio de talla, recuerdo de mi tía y muy milagroso, según fama, pues no había objeto perdido que no pareciese en cuanto le encendían una candela. El santo, obra de un artista ingenuo, habitaba en una urna de hojalata con portezuela de vidrio.

Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.

El primer día de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo de la carretera que traía adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba artículo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Julián por allí más que una palangana de hojalata, a la cual servía de palanganero el poyo. Ni jarra, ni tohalla, ni jabón, ni cubo.