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LA picaresca clásica, erudita, aventurera y gallofa se funde con la bohemia literaria, pedigüeña, trotacalles y sentimental, y nace el tipo del «piruetista» entre poeta y pícaro, filósofo y desarrapado.

Carola, engolosinada por aquel fabuloso regalo de los treinta pesos, pidió más; el estanquero se deshizo en promesas, dio largas, rogó plazos, tomose prórrogas, pasaron muchos días, no llevó un cuarto, y la corista fue trocándose rápidamente de jamona complaciente y lúbrica en arpía exigente y pedigüeña.

Cuál, sin pestañear, mirando con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y extendidos los brazos a lo seráfico recibiendo las llagas; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón.

Lucía, desde el hueco de la ventana, observaba sus movimientos. Cuando vio que eran corridos hasta diez minutos sin que Artegui diese indicios de menearse ni de hablar, fuese aproximando quedito, y con voz tímida y pedigüeña, balbuceó: Señor de Artegui.... Alzó él el rostro. El velo de niebla cubría otra vez sus facciones. ¿Qué quiere usted? dijo broncamente. ¿Qué tiene usted?

No , me parece que todos van a recibirme como misia Petronila... Claro, apenas comprenden de lo que se trata, se encapotan y sacan el cuerpo con mucha urbanidad... Esto de hacer la pedigüeña no es para , ¡no es! y es preciso, sin embargo: cuando la necesidad habla, el amor propio se echa a la espalda.

Yo llevo perdidas ya 40.000 pesetas desde el mes de agosto le dice una amiga a la pedigüeña. ¿Cuarenta mil pesetas? Y ¿a quién se las has perdido? Se las perdí a varios. Si fuese para comer, no me las hubiesen dado... Un jugador abandona su asiento con cara de malhumor. ¿Perdió usted mucho? No. Perdí poco; pero lo que más me indigna es ver ganar a los amigos. Que yo pierda, pase.

Ya les iré pidiendo, en la sazón conveniente, todo aquello que se me ocurra. PROCLO. ¡Apareced, dioses! PROCLO. ¿Qué más tienes que pedir? ASCLEPIGENIA. Nada. Yo me contentaba con tu amor. PROCLO. Recapacita, sin embargo, si algo te falta. ASCLEPIGENIA. Si no me motejases de sobrado pedigüeña y exigente, aún te pediría una cosa. PROCLO. ¿Cuál? ASCLEPIGENIA. Que te laves. PROCLO. Me lavaré.

Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda compañía.

Un día se presentó en casa una mujer pobremente vestida con aspecto de señora venida a menos; nada de pedigüeña ni aventurera. Había estado a buscarle varias veces y nunca quiso recibirla. Entró porque en lugar de abrir el criado lo hizo la doncella.

Inclinada la rubia pedigüeña sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se detenía en un número, ya ganase, ya perdiese.