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Sin él hubiéramos vivido juntos, hubiéramos sido humanamente amantes y esposos, y ni yo hubiera caído, ni Proclo hubiera llegado a ser, con lamentable precocidad, y quedándose pobre, un vejestorio tan incapaz, y tan feo. ATENAIS. Tu propósito era difícil. No extraño que no hayas podido cumplirle. El temple de alma de la emperatriz Pulqueria es rarísimo.

Su gallardo y lindo cuerpo ha sido sólo para como dorada nube, donde se me aparecía, en reflejos fugitivos, el sol eterno: toda la perfección del Ser. MARINO. Nobilísima manera de amar fue la tuya... ¿Y ella, cómo te amaba? PROCLO. Me amaba también con el alma y andaba enamorada del alma mía. MARINO. ¿Y por qué te separaste de ella?

No, Proclo, no eres un mortal. PROCLO. En la esencia no lo soy. En la esencia soy eterno. Considerado en mi unidad, vivo en la eternidad primitiva: esto es, en un punto inmóvil, en el cual toda la duración infinita de los siglos se halla parada, cifrada y reconcentrada.

PROCLO. Ocultos en esa nube tienes ya, a tus órdenes y para tu servicio, en reemplazo de Eumorfo y de Crematurgo, al flechero Apolo, al más elegante y bonito de los dioses, y al hijo de Jasión y de Céres, al ciego Pluto, dispensador de las riquezas. ¿Quieres que salgan con séquitos de musas, gracias, ninfas, y genios, o que salgan solos? ASCLEPIGENIA. Que salgan solos.

MARINO. ¿No afirmas que se requieren largos preparativos antes de comunicar la sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te consultan? PROCLO. No toda la verdad, cuyo resplandor los cegaría, sino algo de la verdad, velado en símbolos. Así el sol se vela entre nubes, a fin de que ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.

MARINO. Notable revelación estuvo. No hay más que verte, maestro, para conocer que no estás peligroso. PROCLO. Tienes razón que te sobra. MARINO. La fama ha difundido, por esta gran capital, que la honras con tu presencia y que recibirás en consulta a tres personas cada noche. Por medio del senador Marciano, a fin de que la casa no se te llene de gente, han sido repartidos los billetes de entrada.

MARINO. ¡Maestro! el primero que acude a consultarte es un bellísimo y elegante mancebo, llamado Eumorfo. Nadie se viste con tanto lujo y primor, nadie monta mejor a caballo, nadie baila con tanta gracia y gallardía. Por estas y otras prendas es el encanto de las damas más encopetadas. PROCLO. ¿Qué pretenderá de ese pisaverde? Dile que pase adelante.

EUMORFO. Porque mostrándote ahora tontísimo con toda tu filosofía, debiste de ser tonto en tu vida precientífica: tonto de nacimiento. PROCLO. ¿Y qué prueba he dado yo de esa tontería superlativa de que me acusas? EUMORFO. La prueba es tu amor sublime por Asclepigenia. PROCLO. ¿Qué sabes de eso? EUMORFO. Conozco a Asclepigenia muy a fondo. PROCLO. Te alucinas.

Yo soy el rosal; , Crematurgo, eres el mantillo; Eumorfo, la mariposa; y Proclo es la nariz que aspira el aroma y la mente que estima la beldad y goza dignamente de ella. ¿Qué culpa adquiere el rosal de que nada sea completo en este bajo mundo? ¡Lástima es que no se logren mantillo, mariposa, narices y mente en un ser solo!

ASCLEPIGENIA. Mantillo y mariposa me abandonan. ¿Me abandonarás también, Proclo mío? PROCLO. Confieso que mi alma está destrozada. Tal vez haría yo bien en huir de tu lado para siempre; pero hay una fuerza que me retiene cerca de ti. En balde he querido espiritualizar, santificar la civilización antigua, risueña y amante de la hermosura, pero liviana.