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La duracion de Dios no puede medirse si no queremos introducir en la duracion del ser necesario é infinito, mas y menos; luego con tener la idea de duracion ó de existencia no interrumpida, no tenemos la idea del tiempo ó de una duracion capaz de medirse. No es una vana sutileza de las escuelas el negar toda sucesion á la eternidad, y ponerla toda presente sin pasado ni futuro.

Pero debia reflexionar que no se mide lo que no tiene cantidad; y por consiguiente la duracion no puede medirse, si no se le supone una especie de longitud anterior á la medida. Precisamente en esto encontramos la dificultad.

Y esto fue largo, muy largo, pues que llegó a medirse por horas, con algunos descansos breves, durante los cuales se movían o se renovaban muchos de los congregados, andando de puntillas y devorando suspiros y sollozos, y volvía a oírse adentro el estertor acompasado del moribundo, y afuera el mugir de los vendavales.

La actitud desdeñosa asumida por ésta el día de la catástrofe, le había inspirado el deseo y casi la necesidad de medirse con aquel altivo espíritu, para doblegarlo y confundirlo.

Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada. Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia.

Todos los veranos, al vivir juntos durante las vacaciones en la casa del tutor, Mina daba de puñetazos á su amigo, el cual, perdida la paciencia, acababa por devolverle los golpes. Y la señorita Graven, que había aprendido recientemente á batirse á la japonesa, deseaba, al abandonar el colegio, medirse con James definitivamente.

Ellos eran valientes... pero de ciudad, y no iban a medirse con un bruto, que se pasaba la semana durmiendo en la sierra con los lobos. El señor Fermín dejaba transcurrir el tiempo mostrándose insensible a cuanto le rodeaba, a cuanto se decía cerca de él. Un día, el triste silencio de la ciudad le sacó por unas horas de su anonadamiento. Iban a dar garrote a cinco hombres por la invasión de Jerez.

Recordaba ahora con vergüenza su ignorancia española, aquella prosopopeya castellana, mantenida por mentirosas lecturas, que le hacían creer que España era el primer país del mundo, el pueblo más valiente y más noble, y las demás naciones una especie de rebaños tristes, creados por Dios para ser víctimas de la herejía y recibir soberbias palizas cada vez que intentaban medirse con este país privilegiado que come mal y bebe poco, pero tiene los primeros santos y los más grandes capitanes de la cristiandad.

Era el marqués del Valle de Oaxaca, don Hernán Cortés, que había conquistado Méjico y venía en la expedición ansioso de medirse con los antiguos nobles de la Reconquista, ahora sus iguales, en una galera equipada a su costa, acompañado de sus hijos don Martín y don Luis. Una magnificencia real envolvía al lejano conquistador, dueño de fantásticas riquezas.

Otro hacinamiento de escombros se formará poco á poco delante de la escarpa del ventisquero. Pues bien; á enormes distancias del valle, que pueden medirse, pasado éste, por decenas de leguas, se observan huellas indiscutibles de la antigua acción de los hielos.