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Actualizado: 23 de junio de 2025


Rechinaban los canceles; había en el aire un cuchicheo tenue. En el coro daban señales de vida violines y flautas con quejidos y suspiros ahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñó un violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata.... Silencio otra vez.... Comenzó el Stabat Mater.

En efecto; en el sitio donde torcía la calle, frente a la taberna de Los tres pichones, avanzaba en medio de un corro de muchachos que silbaban, saltaban y gritaban «¡El Rey de Bastos! ¡El Rey de Bastos!», , avanzaba, repito, el más extraño personaje que es posible imaginar: figuraos un hombre de barba y cabellos rojos, el rostro grave, la mirada sombría, la nariz recta, las cejas juntas en medio de la frente, con un círculo de hojalata en la cabeza, con una piel de perro de ganado, de color gris acero y largos pelos, puesta sobre la espalda y las dos patas de delante atadas alrededor del cuello; el pecho cubierto de crucecillas de cobre falso; las piernas vestidas con una especie de calzón de lienzo gris, atado por encima del tobillo, y los pies desnudos.

Era una la de comerse las obleas, que con su provocativa blancura y encendido rojo le estaban convidando desde un bote de hojalata, y aun cuando sería más glorioso para nuestro héroe vencer el goloso capricho, la sinceridad obliga a declarar que alargó el dedo humedecido en saliva, y fue pescando una, dos, tres, hasta zamparse cuantas encerraba el bote.

Entonces, semiaturdido, solicitando al sueño por las exigencias de su naturaleza hercúlea y de su espesa sangre, cogía el señor Joaquín la maquinilla, cebaba con alcohol el depósito, prendía fuego, y presto salía del pico de hojalata negro y humeante río de café, cuyas ondas a la vez calentaban, despejaban la cabeza y con la leve fiebre y el grato amargor, dejaban apto al coloso para velar y trabajar, sacar sus cuentas y pesar y vender sus artículos.

Los tresillistas, por alejarse todo lo posible del ruido que de ordinario se hacía en la mesa y alrededor de ella, entre jugadores, choque de bolas, cántico del pinche, matraqueo del bombo, que era de hojalata, y comentarios y disputas de mirones y tertulianos, ocupaban la cabecera opuesta, a más de treinta pasos de distancia, porque el salón era enorme.

Así daba él perlas finísimas de Oriente al precio de los garbanzos de Castilla; puñalitos de Damasco y relojes de oro, más baratos que las navajas de Albacete y las coberteras de hojalata.

Rosalindo encontró al fin la tumba. Era un montón de piedras adosado á otras piedras que parecían la base de un muro desaparecido. Dos maderos negros y resquebrajados por el viento formaban una cruz, y al pie de ella había una vasija de hojalata, un antiguo bote de carne en conserva venido de Chicago á la América austral para acabar sirviendo de cepillo de limosnas sobre la sepultura de una mujer.

Palabra del Dia

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