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Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en seco, al tender su vista, habituada al sondeo de los dilatados horizontes, alcanzaban á ver un punto casi imperceptible, un grano de arena danzando á capricho de las olas. Todos emitían á gritos sus conjeturas. Era una boya ó un pedazo de mástil, restos de un lejano naufragio.

En aquella posición, observó también que los inclinados rayos solares calentaban la cabeza a Sandy más de lo que ella juzgó ser saludable, y que su sombrero estaba echado inútilmente en el suelo en pleno abandono de sus funciones. El levantarlo y colocárselo en la cara, era obra que requería algún valor, sobre todo teniendo como tenía los ojos abiertos.

La aprobación de su confesor, las frases de elogio que a despecho suyo se le escapaban de los labios, indudablemente calentaban su fantasía y aguijaban sus ímpetus. Un día se pasaba veinticuatro horas sin tomar alimento, otro echaba ceniza en el plato que más le gustaba, otro se ponía una camisa de lana burda a raíz de la carne, otro se disciplinaba hasta saltar la sangre, etc.

Los bueyes, en el establo, mugían y los caballos daban coces terribles. Unas treinta hogueras brillaban en la meseta; se había entrado a saco en la leñera del anabaptista, se amontonaban los leños unos sobre otros, y mientras los hombres se quemaban la cara, sus espaldas tiritaban; mas cuando se calentaban las espaldas, los bigotes se cubrían de escarcha.

No obstante, consiguió hacerlo, y los peatones se marcharon muy orgullosos de haber recibido el encargo de comunicar la primera batalla y la victoria. En la sala grande se habían reunido muchos montañeses que se calentaban cerca del hogar y hablaban con animación.

Todos los caminos estaban cerrados para él; iba como si el mundo se hubiese despoblado de pronto. Toda la nieve que abarcaban sus ojos la llevaba en el alma. En la Puerta del Sol vio una hornilla enorme llena de fuego, y en torno de ella un tropel de golfos, de vagabundos, que se calentaban las manos, pataleando al mismo tiempo para reanimar sus pies entumecidos.

¿Suicidio? Por ahí... Se ríe... Y que no diga que lo hace por no tener qué comer. Yo... aún puedo trabajar». Isidora, sin desplegar los labios, clavaba sus ojos en las ascuas de carbón sobre que se calentaban las planchas. Parecía que de aquel rescoldo ardiente y melancólico tomaba sus ideas.

Mas como el frío era intenso, los transeuntes no se apresuraban a pasar a la acera contraria en busca de los espacios sombreados: preferían recibir de lleno en el rostro los dardos solares, que al fin, si molestaban, también calentaban.

El frio de noche les molestaba mucho; y aunque con los escasos matorrales que hallaban, tenian fuego toda la noche, como no llevaban mantas, ni con que cubrirse, por un lado se calentaban y por otro se helaban sin poder dormir.

Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos. De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado. ¿A dónde vas ahora? le había preguntado sorprendido.