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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Los veteranos que se calentaban al sol, junto á las barcas en seco, al tender su vista, habituada al sondeo de los dilatados horizontes, alcanzaban á ver un punto casi imperceptible, un grano de arena danzando á capricho de las olas. Todos emitían á gritos sus conjeturas. Era una boya ó un pedazo de mástil, restos de un lejano naufragio.

La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido.

Además, la joven estaba tan habituada a los cuidados, a las atenciones de Juan, que le parecían perfectamente naturales. ¿No habría acaso también en el fondo de aquel ser de gracia y de belleza, algún otro sentimiento? Aunque Juan se hubiera transformado, ¿no permanecería siendo para ella, el hombre del pueblo que debía su elevación a la generosidad del señor de Chanzelles?

¿Quién es ese señor? replicó Juana. El señor de Maurescamp...; mira, hijita mía, ésta es demasiada felicidad... Habituada a creer a su madre infalible y viéndola tan feliz, la señorita Juana no tardó en serlo también, y las dos pobres criaturas mezclaron por largo rato sus besos y sus lágrimas.

Era costumbre tradicional en las Claverías: Gabriel recordaba haber visto lo mismo en su infancia. Si se hablaba del arzobispo anterior, aquella gente, habituada a la murmuración, como todos los que viven en cierto aislamiento, soltaba la lengua comentando su historia y sus defectos. A prelado muerto no había que temerle.

Cuando tía Carmen estaba muy débil me costaba trabajo entenderla. Como entonces su voz era trémula y apagada, la enferma se veía obligada a repetir las frases, y no lo hacía sin dar muestras de impaciencia. La doncella, habituada a oirla, se apresuraba a decirme lo que yo no había entendido, y apuraba el ingenio para no entristecer a la anciana.

El amor en una cabaña, sobre el que tanto oímos, es muy bueno en teoría, como lo es el engaño de que se puede tener el corazón alegre aun cuando el bolsillo esté vacío; pero en estos tiempos modernos la mujer habituada a las comodidades y al lujo no puede nunca ser feliz en la modesta casa de cuatro piezas, así como no lo es el hombre que se casa valientemente por amor y renuncia a su herencia.

Las muchachas del populacho se dan con menos facilidad que una señorita habituada al lujo, teniendo por única fortuna el conocimiento del piano, del baile y de unos cuantos idiomas... Entregamos nuestro cuerpo como si cumpliésemos una función material, sin rubor y sin pena. Es un simple negocio. Lo único importante es conservar la antigua vida con todas sus comodidades... no descender.

Enardecíase doña Zobeida al relatar los esplendores pasados, y Conchita aprobaba moviendo la cabeza, como si diese fe. Habituada a oír todas las noches en su camarote estas grandezas creía haberlas contemplado con sus ojos.

¡Llévame contigo! repitió . Si tu no me sacas de mi mundo, no sabré cómo salir de él... Soy pobre. En los últimos años me ha sostenido la doctora; ignoro el medio de ganar mi existencia y estoy habituada á vivir bien. La miseria me inspira más miedo que la muerte. me mantendrás; contigo aceptaré lo que quieras darme; seré tu criada.

Palabra del Dia

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