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Actualizado: 29 de julio de 2025


Una voz grave, de entonaciones melancólicas, como la de una mora habituada a eterna clausura que canta para oídos invisibles tras las tupidas celosías: una voz que temblaba con litúrgica solemnidad, como si meciese el sueño de una religión misteriosa sólo de ella conocida.

Habituada al trato de personas cultas y distinguidas; educada con esmero; rodeada de cuanto la opulencia y el amor paternal pueden ofrecer a una niña de su clase y condiciones, la señorita Fernández ni estaba engreída con su elegancia, ni pagada de su hermosura, ni satisfecha de sus raras habilidades.

Pero un hombre de gusto, con la mirada habituada a la percepción de las delicadezas europeas, nota al instante cierto tinte especial: el sello del advenedizo, que no ha tenido tiempo de completar esa dificilísima educación del hombre de mundo de nuestro tiempo, capaz de distinguir, al golpe de vista, un bronco japonés de uno chino, un Sévres de un Saxe; una vieja tapicería de una moderna.

Con todo, las mujeres respiraron al salir del sombrío dédalo y ver de nuevo la claridad diurna y sentir el aire fresco que congelaba en su frente las gotas de sudor. Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica.

A una señal de ella, Juan se ponía en las posiciones más humillantes, sin que la niña habituada a su alegre sumisión se sorprendiera. ¿Cómo en lo sucesivo podía haber tenido conciencia de la transformación que la acción del tiempo lenta y segura, había hecho de aquel ardor en otros sentimientos? Ahora el velo caía; de aquellas lágrimas sorprendidas surgía la verdad.

Desde la oscuridad, pero estrechando todavía su mano, continuó: Transcurrió mucho tiempo antes de que pudiese acostumbrarme a las cosas de por aquí, pues estaba habituada a la sociedad y a sus gustos y comodidades. Busqué una mujer que pudiera auxiliarme, pero fue en vano, y por otra parte no osaba fiarme de un hombre.

La voz del Cantó lloriqueaba hablando de una mujer insensible a sus quejas; y al comparar su blancura con la flor del almendro, todos volvieron la vista a Margalida, que permanecía impasible, sin rubores virginales, habituada a estos homenajes de burda poesía, que eran el preludio de todo galanteo.

La señora Angustias mostrábase satisfecha, como después de una gran corrida. ¡Su hijo salvando a una de aquellas señoras que ella miraba con admiración, habituada a la reverencia por largos años de servidumbre!... Carmen permanecía silenciosa, no sabiendo ciertamente qué pensar de este suceso. Transcurrieron varios días sin que Gallardo tuviese noticias de doña Sol.

En los jardines de la Villa Nazionale se detuvo Kaledine, dando una orden á Freya. No toleraba que pasase más adelante. Podía llamar la atención en el pequeño puerto de la isla del Huevo, frecuentado sólo por pescadores. El tono de la orden fué cortante, imperioso, y ella obedeció sin protesta, como si estuviese habituada á tal superioridad. ¡Adiós!... ¡adiós!

La ferocidad de la muchedumbre, habituada a fiestas de muerte, necesitaba una válvula de escape para dar expansión a su alma, educada durante siglos en la contemplación de suplicios. El auto de fe era sustituido por la corrida de toros. El que un siglo antes hubiese sido soldado en Flandes o colonizador militar de las soledades del Nuevo Mundo, convertíase en torero.

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