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Actualizado: 29 de octubre de 2025
Feli, a pesar de su debilidad, encontraba fuerzas para animarle. Se acababa el dinero y no tenían esperanzas de que llegase más. Pero ella le ayudaría: estaba habituada al trabajo. Y la pobre muchacha, anémica por la falta de nutrición, abrumada por el peso de su vientre, tuvo un arranque de energía sobrehumana, de esos que únicamente puede realizar la nerviosidad femenil.
Estaba habituada, años y años, a oír los latinajos del antiguo marinero, que desde su banco apoyaba a gritos las respuestas del ayudante. Todos daban cierto carácter sagrado a estos desvaríos, como los orientales, que ven en la demencia un signo de santidad. Fumó Jaime en la entrada de la iglesia para entretenerse.
Nunca le había parecido tan hermoso el paisaje como en aquella tarde de verano. Estaba habituada á verlo desde su infancia, y, sin embargo, ahora le encontraba algo nuevo, cual si acabase de descubrirlo. Las gentes que pasaban al borde de la ría, por la carretera de Las Arenas, le parecían más simpáticas que las de otros días.
Este apacible diálogo encubría en Baltasar tempestuosos pensamientos; pero como no carecía de penetración y sabía que la muchacha era honrada, y orgullosa, y vivía de su trabajo, comprendió que no debía tratarla como a cualquier criatura abyecta, sino empezar mostrándole cierta deferencia y aun respeto, género de adulación a que es más sensible todavía la mujer del pueblo que la dama de alto copete, habituada ya a que todos le manifiesten cortesía y miramientos.
La gente sobria y humilde, habituada á los cultivos de escaso rendimiento de la montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrosos de los contratistas, sus boinas flamantes, las gruesas cadenas de oro sobre el vientre y sus manos de antiguos obreros con dedos gruesos de uñas chatas, abrumados por enormes sortijas.
Ricos nunca lo seremos. ¡Aun si ese dinero fuese para nosotros!... ¿Es que lo regalais?... Se lo llevan los mandones. Con él pagamos la contribución. Aresti caminó un buen rato en silencio, admirando una vez más la sencillez, la humildad de aquella gente, dura para el trabajo, habituada á las privaciones, sin la más leve vegetación de ideas de protesta en su cerebro estéril.
La gente estaba habituada a admirarle por su valor temerario, y todo lo que no fuese perseverar en tales audacias representaba un fracaso. Don José pretendía saber lo que le ocurría a su espada. ¿Falta de valor?... Eso nunca. Antes se dejaría matar que reconocer este defecto en su héroe.
Habituada a este modo de ver, no es de extrañar que la repugnaran los colores vivos y todo linaje de desentonos y de aberraciones, lo mismo en el orden físico que en el orden moral. Y así era lo cierto. Esto no impedía que Luz estuviera dispuesta a tomar lo que la dieran; pero, autorizada para elegir, muy pocas veces se decidiría al gusto de las mujeres de su edad.
Era su padre quien le pegaba, y un padre puede pegar, porque así demuestra que se interesa por sus hijos. Pero que probase otro a golpearle: era como sentenciarse a muerte. Y al decir esto, se erguía con la belicosa petulancia de una raza habituada a ver correr la sangre y a hacerse justicia por su mano.
Su astucia estaba habituada á burlar persecuciones, y sin que Ferragut pudiera darse cuenta de cómo fué su desaparición, se escabulló entre los grupos cerca de la plaza de Cataluña. «No iré», fué lo primero que se dijo Ulises al quedar solo. Sabía lo que significaba esta invitación.
Palabra del Dia
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