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Actualizado: 29 de octubre de 2025


Ferpierre se repetía a mismo que el suicidio, en tales condiciones, no era solamente posible, sino hasta casi necesario. Ya por otras razones había reconocido su verosimilitud en una naturaleza melancólica y contemplativa como aquélla, en una alma habituada a mirar asiduamente dentro de misma, a estudiar sin miedo, y más bien con una especie de complacencia los problemas de la vida.

Extremadamente rica, habituada a no gastar en misma ni la cuarta parte de sus rentas, podía sacar inmediatamente de apuros a su antiguo amante. Por eso iba el Príncipe a verla de vez en cuando y se mostraba más amable con ella. El amor, la pasión que no sufre retardos ni alejamientos, lo entretenía en otra parte, lo hacía vivir en Zurich, donde vivía la Natzichet.

Por lo demás, ella estaba habituada. Es triste ser pobre, muy triste. ¡Desearía más bien morir! , doctor decía, dirigiéndose á su vecino, que parecía escuchar sus quejas con una afectación de interés un tanto irónico; , doctor, no es broma: querría más bien haber muerto. Sería una carga menos para todos.

Pero toda esa gente sin necesidades, habituada a vivir un día con un plátano, no es ni fuerte, ni laboriosa, ni se somete a la disciplina militar indispensable en compañías de esa magnitud. Falto de hombres, M. de Lesseps apeló a la industria y contrató la construcción en Estados Unidos de enormes máquinas de excavación, cuyos dientes de hierro debían reemplazar el brazo humano.

Sonaron gritos y cencerros a espaldas de Gallardo, y aparecieron en torno de la bestia vaqueros y cabestros, que acabaron por envolverla, llevándosela lentamente hacia el grueso del ganado. Gallardo fue en busca de su jaca, que no se había movido, habituada al contacto con los toros.

Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el peso de un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en los desfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contemplado siempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de un hombre que le había parecido siempre la representación de todas las grandezas terrenales.

Habituada a la vida semirrural de Tetuán, sintió cierta inquietud viéndose empujada por el gentío en los alrededores de la plaza de la Cebada. Las vendedoras, con un par de limones en una mano o unos fajos de perejil, pregonaban sus mercancías a grito pelado.

Doña Josefa, con un vestido algo raído de lana y gran mantilla de un negro ya amarillento, entró solemnemente en la barraca, y después de algunas frases vistosas pilladas al vuelo á su marido, aposentó su robusta humanidad en un sillón de cuerda y allí se quedó, muda y como soñolienta, contemplando el ataúd. La buena mujer, habituada á oir y admirar á su esposo, no podía seguir una conversación.

Muy bonitas esas calles nuevas con sus inmensas aceras; pero les falta algo para ser calles de ciudad: debían circular por sus aceras unas cuantas docenas de cocottes elegantes y hermosas; vendedoras de amor, que con cierto arte educasen á esa juventud habituada á la vida unisexual de Deusto y de la cofradía de San Luis.

Esta, habituada al impune apaleo de la muchedumbre sin armas, permanecía indecisa, titubeando con cierta inquietud ante un enemigo resuelto, que, no contento con atacar, avanzaba audazmente. Sonó algo semejante a un chasquido de tralla. El capitán acababa de hacer fuego con su revólver. ¡Fuego, me caso con la hostia! ¡Fuego!

Palabra del Dia

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