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Su aspecto era deplorable. ¿Cómo podían ser los mismos caballos fuertes y de pelo lustroso que él había visto en los desfiles de París á principios del mes anterior? Una campaña de veinte días los había envejecido y agotado. Su mirada opaca parecía implorar piedad. Estaban flacos, con una delgadez que hacía sobresalir las aristas de su osamenta y aumentaba el abultamiento de sus ojos.

Los trenes de artillería, los rosarios de automóviles, rodaban por vías recién abiertas que las lluvias habían convertido en lodazales. El barro era la peor calamidad de esta planicie extremadamente polvorienta en tiempo seco. Dos horas largas pasó Farragat de campamento en campamento antes da llegar á su destino. Su vehículo tuvo que detenerse para dejar paso á interminables desfiles de camiones.

Luego, haciendo un esfuerzo, concentraba su atención, y oía a Febrer que le hablaba de grandes y lejanas ciudades, de desfiles de coches lujosos, con mujeres que ostentaban las últimas modas, de escalinatas de teatros por donde descendían cascadas de brillantes, plumas y hombros desnudos, esforzándose él por colocarse al nivel del pensamiento de la muchacha, por halagarla con estas descripciones de gloria femenil.

Y Ojeda, sugestionado por esta interpretación y por las raras formas que engendraba el crepúsculo, veía igualmente una teoría angélica sobre un fondo de oro, semejante a los desfiles de santos en los mosaicos bizantinos. Iba extinguiéndose la luz, y con la sombra naciente y la disolución de los vapores desleídos en el crepúsculo se borraron poco a poco las celestes figuras.

Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el peso de un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en los desfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contemplado siempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de un hombre que le había parecido siempre la representación de todas las grandezas terrenales.

El profundo silencio que seguía á estos desfiles ruidosos despertó en su ánimo una sensación de duda é inquietud. ¿Qué hacía allí cuando la muchedumbre en armas se retiraba? ¿No era una locura quedarse?... Pero inmediatamente galopaban por su memoria todas las riquezas conservadas en el castillo. ¡Si él pudiese llevárselas!... Era imposible, por falta de medios y de tiempo.

Los regimientos de infantería que Desnoyers había visto en Berlín reflejando la luz en metales y correajes, los húsares lujosos y terroríficos, los coraceros de albo uniforme semejantes á los paladines del Santo Graal, los artilleros con el pecho regleteado de fajas blancas, todos los militares que en los desfiles arrancaban suspiros de admiración á los Hartrott, aparecían ahora unificados y confundidos por la monotonía del color, todos de verde mostaza, como lagartos empolvados que en su arrastre buscan confundirse con el suelo.

Vuelvan, pues, enhorabuena, aquellos siglos dorados, o siglos de bellotas, como también se les llama. Cesen este loco rodar de carrozas y estos desfiles de lacayos, ebrios de vanidad y de vino, ambas cosas hurtadas a su señor.