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Los labios del joven estaban plegados por una sonrisa galante y protectora. Separose de él bruscamente y, volviéndole la espalda, se puso a caminar por la playa rozando los dominios de las olas. El vapor iba a ocultarse ya detrás de uno de los cabos como un guerrero fantástico que caminase dentro del agua, asomando solamente el penacho de su casco.

Los cuadros tenían a un lado cartelas blancas con los mismos remates plegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosas mayúsculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras del Gran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizcaínos; guerras en Cerdeña; asaltos de Bujía y de Tedeliz; y en todas estas empresas era un Febrer el que dirigía a los combatientes o se hacía notar por su heroísmo, descollando sobre todos el comendador don Príamo, héroe endiablado, burlón y poco religioso, que había sido la gloria y la vergüenza de la casa.

En aquel momento, el joven cortesano lo encontraba todo bello. Sus labios iban constantemente plegados con una sonrisa feliz. La iglesia era más gallarda que la de Riofrío, muy bien enjalbegadita. Estaba asentada sobre un descanso que hacía la falda de la montaña: detrás tenía por escolta un vasto y hermoso castañar en declive.

Y al sentirse empujada al descanso y a la dulzura, Carmen subía su sacrificada voluntad a la excelsitud del propósito encendido en su alma, y sus labios, plegados en muda queja, musitaban: Quiero ser santa..., quiero serlo. La miraba Salvador aquella tarde sin reproches ni desvíos, adivinando toda la tormenta ruda y callada de aquel inocente espíritu.

En su mirada lánguida se veia contínuamente prematuro cansancio: en su frente cubierta de pelo no se adivinaba la inteligencia, pero allí estaba, y esto es lo principal; en sus labios desdeñosamente plegados, una sonrisa fria helaba de pena á sus amigos, que le miraban harto del mundo sin conocerle, incrédulo sin creerlo él mismo, holgazan con terrible trabajo, murmurador sin interés y perdiendo lastimosamente el tiempo con la serenidad del que se las echa á correr con un chiquillo y le dice: «Anda, llévame un cuarto de hora de delantera, que yo te alcanzaré ántes de cinco minutosAdolfo Malats, la memoria más feliz, el juicio más hábil para tropezar en una cosa con el defecto, la imaginacion más ingeniosa del mundo, uno de los hombres que tienen más talento para encerrar un tomo en una frase, para estarse una semana contando cuentos que nadie sabe, era el año de la fundacion del nido un hombre de mucho talento que no habia encontrado todavía el sentido comun.

Lepe llegó el primero, y al parecer de buen humor, pero con los labios plegados por una sonrisa de incredulidad que daba pena; Infolio era un anciano achacoso, gastado e impotente para gozar lo que soñaba; Tizona traía melladas las armas, el cuerpo cosido a cicatrices, y alguna herida fresca todavía.

El otro era un guapo chico, rubio, sonrosado, de barba rala e incipiente, ojos azules y húmedos, los labios siempre plegados con sonrisa tierna y humilde, los ademanes respetuosos sin ser encogidos. Había nacido en Cuba de una familia opulenta, que después se arruinó en el juego de Bolsa al establecerse en España.

Una mañana se hallaba Julita muy arrellanada en su cuna, contemplando fijamente el cielo raso. La niñera la había dejado sola por irse a retozar a la cocina. Su rostro ofrecía una gravedad desusada; los ojos inmóviles, estáticos; los labios plegados en señal de reflexión; las manos descansando tranquilamente sobre el vientre.

Al cabo de unos instantes en que nuestro joven por debajo de sus largas pestañas seguía con mirada inquieta los movimientos de la mano del artista, éste le dijo en voz baja, plegados los labios por una sonrisa afectada que extendía desmesuradamente su boca: Usted es el señorito de Belinchón, ¿verdad? articuló.

Ella, la infeliz muchacha de «la calle», la chueta, habituada a ver a los suyos plegados y temerosos bajo el peso de un odio tradicional, visitaría estas ciudades, se mezclaría en los desfiles de riqueza, tendría francas las puertas que había contemplado siempre cerradas, y entraría por ellas apoyándose en el brazo de un hombre que le había parecido siempre la representación de todas las grandezas terrenales.