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Actualizado: 9 de junio de 2025


Ya no chillaban los carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia.

La lucha se desarrollaba con la lenta y aplastante monotonía de todos los espectáculos de fuerza. Aresti, interesado por el final del combate, entretenía el aburrimiento de la espera comparando á los dos contendientes. Eran el arranque impetuoso y la destreza inteligente del nervio, luchando con la calma tenaz y la serena fuerza del músculo. El hombre-caballo frente al hombre-buey. El Chiquito de Ciérvana, vehemente en su trabajo, dejaba atrás al enemigo con sólo el primer arranque: el otro seguía su marcha sin darse cuenta de lo que le rodeaba, sin apresuramientos ni desmayos, como si no escuchase á los que mugían junto á su oído ¡haup! ¡haup!

El Chiquito cobraba nuevas fuerzas al ver junto á él á sus protectores, y partía en una carrera loca de furiosos golpes, espoleado por nerviosa energía: pero el cansancio de los músculos tornaba á imponerse, y el acero sonaba quejumbroso en la piedra, sin avanzar gran cosa. ¡Arrea, ladrón! mugían sus ricos padrinos ¡Fuerza... porrones! ¡Me caso con tu madre!...

Los gazapos reales dormíanse en sus madrigueras, resignados de antemano a que les despertase la sangrienta dentellada del hurón; los corzos, al beber en los arroyos a la luz de las estrellas, se mugían a la oreja: «Mucho ojo, hermanos; el Mosco debe de andar cerca...» Un perro suyo, apodado Puesto en ama, había sido tan famoso por lo temible, que, al matarlo los guardas en un encuentro, lo llevaron en triunfo a la administración de El Pardo, y allí le guardaban empajado y con ojos de vidrio, como una curiosidad del real sitio.

Se doblaban en incesante vaivén, á pesar de su corpulencia; mugían ¡haup, haup! con toda la fuerza de sus pulmones, como si con sus gritos pudieran hacer entrar más adentro la palanca del barrenador.

Fuera oíase el tañido de las campanas tocando a vísperas, estallaban los cohetes en la plaza, pasaban y volvían a pasar pífanos y tamboriles por las calles. Mugían los toros de Camargue, conducidos para la lidia. Acodado en el mantel, con lágrimas en los ojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal.

Sonaban las esquilas del ganado; mugían los terneros; detrás del rebaño marchábamos rapaces y rapazas cantando á coro un antiguo romance. Todo en la tierra era reposo; en el aire todo amor. Al llegar á la aldea, mi padre me recibía con un beso.

Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, cuando veían colores brillantes u oían truenos.

Los bueyes, en el establo, mugían y los caballos daban coces terribles. Unas treinta hogueras brillaban en la meseta; se había entrado a saco en la leñera del anabaptista, se amontonaban los leños unos sobre otros, y mientras los hombres se quemaban la cara, sus espaldas tiritaban; mas cuando se calentaban las espaldas, los bigotes se cubrían de escarcha.

Los animales de reserva que no habían trabajado aquel día, mugían en los establos esperando la llegada de sus activos compañeros. Más allá el rebaño de ovejas, ya encerrado, se removía en el corral, los caballos piafaban y relinchaban al sentir que el forraje caía en las escalerillas por encima de los pesebres.

Palabra del Dia

irrascible

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