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Actualizado: 15 de julio de 2025
Las dos hijas mayores del anabaptista una de ellas alta, delgada y pálida, de pies anchos y bajos, que calzaban zapatos redondos, de cabellos rojos, recogidos en una cofia de tafetán negro y vistiendo un traje azul que le caía en largos pliegues hasta los talones; la otra, gruesa, mofletuda, que andaba como los patos, levantando los pies con gran lentitud y balanceándose de un lado a otro , aquellas dos jóvenes formaban con Luisa el más extraño contraste.
Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en una silla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro de algodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos del casacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y de vez en cuando decía en tono sentencioso: Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza; aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.
Los tres salieron, acompañados del pastor Lagarmitte, a quien se había nombrado trompeta, y del anabaptista Pelsly, persona grave, de amplia barba corrida alrededor de las mandíbulas, que iba con los brazos metidos hasta los codos en los enormes bolsillos de su túnica de lana gris guarnecida de broche de latón, y a quien la borla de su gorro de algodón le caía en medio de la espalda.
Por encima de la carretera que costea oblicuamente la ladera hasta llegar a los dos tercios de la cumbre se veía entonces una casa, rodeada de algunas fanegas de tierra de labor, la alquería de Pelsly, el anabaptista: era un edificio bajo, de tejado plano a propósito para poder resistir los fuertes vientos que en tal sitio combatían; detrás de la casa, hacia la cúspide de la sierra, se extendían los establos y las corralizas de cerdos.
Cuando salió el Sol, la meseta se hallaba desierta y, a excepción de cinco o seis hogueras que continuaban humeando, nada revelaba que numerosos guerrilleros ocupaban los puntos estratégicos de la sierra, ni que habían pasado la noche en aquel sitio. Hullin, sin sentarse, tomó un bocado y se bebió un vaso de vino en unión del doctor Lorquin y del anabaptista Pelsly.
Sin duda respondía el anabaptista en tono sentencioso ; pero está escrito: «¡No matarás! ¡No derramarás sangre de tus hermanos!»
Sólo después de un largo silencio, y reteniendo entre sus brazos cariñosamente a su hija, pudo al fin contestar con voz balbuciente: No, Luisa, no; estoy bueno y soy muy feliz. Siéntese usted, Juan Claudio dijo el anabaptista viéndole temblar de emoción ; aquí tiene mi silla. Hullin se sentó, y Luisa, sentándose en sus rodillas y echándole los brazos al cuello, comenzó a llorar.
El doctor y el anabaptista, serios y solemnes, hablaban de los asuntos de actualidad, y Lagarmitte, detrás del hogar, los escuchaba con recogimiento. Nosotros tenemos no sólo el derecho sino también el deber de defendernos decía el doctor ; nuestros padres han cultivado estos bosques, los han hecho producir; es una legítima propiedad nuestra.
Juntos fueron a recorrer los caseríos de alrededor, con el fin de encender en los pechos el amor a la tierra natal, y al siguiente día Labarbe acompañó a Hullin a casa del anabaptista Cristián Nickel, el colono del Painbach, persona respetable y de buen sentido, pero a quien no pudieron convencer de que debía tomar parte en la gloriosa empresa.
Los bueyes, en el establo, mugían y los caballos daban coces terribles. Unas treinta hogueras brillaban en la meseta; se había entrado a saco en la leñera del anabaptista, se amontonaban los leños unos sobre otros, y mientras los hombres se quemaban la cara, sus espaldas tiritaban; mas cuando se calentaban las espaldas, los bigotes se cubrían de escarcha.
Palabra del Dia
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