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Aquí está la vaca, aquí el asado, aquí la cena del general Juan Claudio, y aquí el caldo para los heridos. ¡Ah! ¡Bien nos hemos movido! Lesselé y Katel pueden decirlo. Y aquí está la gran hornada que hemos hecho dijo la joven mostrando una larga hilera de panecillos dispuestos sobre la mesa . Mamá Lefèvre y yo hemos amasado. Hullin la oía presa del mayor asombro.

El señor Juan Claudio oyó la fresca voz de Luisa que daba órdenes en un tonillo decidido que le sorprendió: ¡Vamos, vamos, Katel! decía , acabemos pronto; la hora de cenar se acerca, y nuestras gentes deben tener apetito. ¡Sin tomar nada desde las seis de la mañana y batiéndose constantemente! No les hagamos esperar. ¡Pronto, pronto! Lesselé, muévase usted; traiga la sal, la pimienta...

En tal momento entró la señora Lefèvre diciendo: Vamos, es preciso poner la mesa; todo el mundo está esperando. Vamos, Katel, vaya usted a poner el mantel. La voluminosa joven salió corriendo. Y todos juntos, atravesando el patio en fila, se dirigieron hacia la sala.

Por su parte, Katel iba y venía muy sofocada, sin decir nada, y Lesselé, con aire pensativo, lo hacía todo con medida y compás.

Katel, Lesselé y Luisa entraron en seguida llevando una enorme sopera que humeaba y dos suculentos asados de vaca, que depositaron en la mesa. Todos se sentaron sin ceremonia, Materne a la derecha de Juan Claudio y Catalina Lefèvre a la izquierda.

Por último, el anabaptista, sentado en el fondo del lavadero, en una silla de madera, con las piernas cruzadas, la mirada alta, el gorro de algodón echado hacia atrás y las manos metidas en los bolsillos del casacón, contemplaba aquella escena como si estuviera maravillado, y de vez en cuando decía en tono sentencioso: Lesselé, Katel, obedeced, hijas mías; que esto os sirva de enseñanza; aún no conocéis el mundo, y hay que andar más de prisa.