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Otro día estaba nerviosa; la molestaban las miradas de Rafael, sus palabras de amorosa adoración, y le decía con brutal franqueza. No se canse usted. Yo ya no puedo amar: conozco mucho a los hombres, pero si alguno me hiciese volver al amor, no sería usted, Rafaelito.

A pesar de la fortaleza y sosiego que había mostrado para rechazar las súplicas del P. Gil, su cerebro trabajaba agitado, febril. Aquella visita tan inesperada removió los recuerdos felices y aciagos que se habían depositado en el fondo de su ser, y que ya no le molestaban.

12 Pero cuanto más lo molestaban, tanto más se multiplicaban y crecían; tanto que ellos se fastidiaban de los hijos de Israel. 13 Y los egipcios hicieron servir a los hijos de Israel con dureza; 15 Y habló el rey de Egipto a las parteras de las hebreas, una de las cuales se llamaba Sifra, y otra Fúa, y les dijo:

Nada y todo. Es verdad que no le molestaban, pero aquello era inseguro, podían cambiar los tiempos y tener que volver al monte.

Isagani parecía disgustado: le molestaban tantos ojos, tantos curiosos que se fijaban en la hermosura de su amada: las miradas le parecían robos, las sonrisas de la joven le sabían á infidelidades. Juanito, al divisarla, acentuó su joroba y saludó: Paulita le contestó negligentemente, D. Victorina le llamó. Juanito era su favorito, y ella le prefería á Isagani.

¡Pero no eres vieja! exclamó Miguel . Todavía inspiras pasiones á los jóvenes. Te engañas á ti misma ó quieres burlarte de . Aún hay muchos hombres que al verte... Tal vez repuso ella ; pero , hijo mío, no estás entre ellos. Confiésalo: nunca te he gustado. El príncipe no quiso confesar nada y desvió la conversación. Le molestaban estas alusiones al pasado.

Iba á ser un hermoso hombre de combate, un digno descendiente del cosaco y del guerrillero de las montañas españolas. Pero esta satisfacción fué corta. De todas sus heridas «de suerte», que sólo le molestaban ligeramente al cambiar las estaciones, una le afligía de tarde en tarde con dolorosas crisis.

En París me molestaban de cerca mis acreedores; por eso me vine á Monte-Carlo, y jugué para distraerme y para vivir. «Hay el amor», me decía un viejo académico amigo mío, con intenciones egoístas, para ser el primero en aprovecharse del consejo. ¡Imagínate : el amor-pasión, el amor generoso, como único remedio de las tristezas de la vida, y á estas horas! ¡Ojalá pudiera ser!... Pero me siento vieja; yo tengo dos mil años... eres más joven, pero cuentas siglos también. ¡El amor á nosotros!...

Los martirios del alma de la pobre Luz se habían dejado sentir también en su cuerpo. La hallé tendida sobre la cama, y con la habitación medio a obscuras. Le molestaban la claridad y los ruidos; sentía dolorida la cabeza, y una impresión muy desagradable en todas las coyunturas. La toqué la frente, y la tenía ardorosa; en cambio, las manos estaban muy frías.

Pero para evitar tal cataclismo, allí estaba su Ramón, el azote de los malos, el campeón de la buena causa, que la sacaba adelante dirigiendo las elecciones escopeta en mano, y así como sabía enviar a presidio a los que le molestaban con su rebeldía, lograba conservar en la calle a los que con varias muertes en su historia, se prestaban a servir al gobierno sostenedor del orden y de los buenos principios.