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'Pero yo ¿qué le voy a decir, si lo único que es que usted lo pase bien, y en saliendo de ahí soy hombre perdido...?. Ya te he contado mil veces la saliva amarga que tragaba ¡ay, Dios mío!, cuando mi madre me mandaba ponerme la levita de paño negro para llevarme a tu casa.

361 Hablaban de hacerse ricos con campos en la fronteras, de sacarla más ajuera, donde había campos baldidos y llevar de los partidos gente que la defendiera. 364 Hace mucho que sufrimos la suerte reculativa trabaja el gaucho y no arriba porque a lo mejor del caso, lo levantan de un sogazo sin dejarle ni saliva.

Para lograr que los dientes se hincasen en ellas, era forzoso impregnarlas previamente de una cantidad fabulosa de saliva. Una vez hincados en su pasta pegajosa en alto grado, el separarlos de nuevo llegaba a constituir un verdadero problema.

El mozo tragó la saliva con alguna dificultad, y balbució unas, entrecortadas frases de consuelo; estaba emocionado y torpe. Le miró el enfermo con cariño, y tomándole las manos cordialmente, le dijo: Vamos, hay que ser hombres de veras; yo he andado, hijo mío, temerosos caminos sin temblar, y es preciso que no me acobarde en el anhelo de este último que voy a emprender.

Al matrimonio dio en llamársele «el aumento del contingente,» y algunos llevaron su procacidad hasta darle tal nombre delante de su futuro yerno. Fácil es de concebir cuánta saliva habría tenido que tragar antes de perder, como lo hizo, una molesta y mal entendida vergüenza.

Benita la costurera moja una toalla en la jofaina que trajo llena de agua caliente, y comienza a lavar el rostro de la muerta. Entre los labios azulencos renace siempre una saliva ensangretada, bajo la toalla con que los refriegan aquellas manos irreverentes, picoteadas de la aguja, y la cabeza lívida rueda en el hoyo de la almohada.

Una de ellas fué el desfilar uno en pos de otro a cierta distancia, todos los socios de la tertulia por delante de él. Don Rosendo quedó de aquella vez sin saliva y con la garganta destrozada. Y en efecto, don Rosendo se había abstenido hasta entonces de hacerlo. Creía que debía guardar ciertas consideraciones al jefe del bando contrario.

Que era lo que estaba haciendo Paquito con Edelmira, su prima. La robusta virgen de aldea parecía un carbón encendido, y mientras don Juan, de rodillas ante doña Inés, le preguntaba si no era verdad que en aquella apartada orilla se respiraba mejor, ella se ahogaba y tragaba saliva, sintiendo el pataleo de su primo y oyéndole, cerca de la oreja, palabras que parecían chispas de fragua.

Mi tía le tiraba de la levita y le decía en voz baja pero resuelta: No, Ramón, guárdate bien de meterte en lo que no sabes. Mi tío tragaba saliva y guardaba silencio como un hombre que no sabe qué partido tomar. Por último rompió... Doctor, si yo no tengo el hábito de estas cosas... No me es posible... Presida usted, entonces, doctor Trevexo dijo el señor gordo.

Hombre, ¿cree usted que una mujer con esos ojos asesinos... y ese aire... y esa gracia, ha nacido para encerrarse en un claustro? Alzó los hombros desdeñosamente. ¿Y no tiene usted más datos que esos para creer lo contrario?... Es poco, compadre dijo, dando un chupetón al cigarro y soltando el consabido chorrito de saliva.