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Se consideraba feliz, y lo era en efecto: no ambicionaba nada y nada temía del día siguiente; envuelto en sus guiñapos, paseaba por los sitios públicos y gozaba del sol, como el que iba arrastrado en carretela; dormía donde le cogía el sueño, tan ricamente como sobre un colchón de plumas; comía cuando tenía hambre y no le faltaban buenos platos de casa grande, y en lo tocante a vicios menudos, llevaba en el bolsillo de su raída chaqueta provisión abundante de colillas de cigarro.

Por sorprendente que parezca la noticia, la acuidad del sentido del olfato es notable en las cigarreras: diríase que la nicotina, lejos de embotarles la pituitaria, les aguza los nervios olfativos, hasta el extremo de que si entra alguien en la fábrica fumando, se digan unas a otras con repugnancia: «¡Puf, huele a hombre!». Así es que Amparo solía apartarse de Chinto aunque sea inverosímil repelida por el olor de las malas colillas que chupaba en secreto; pero lo que a la sazón percibía era peor que el tabaco; así es que pegó un salto.

Fregar en tabernas, donde tenía las propinas por salario; ayudar a un chulo a vocear quincalla; recoger y vender colillas; dormir en los quicios de las puertas: esta existencia llevó por espacio de unos cuantos meses, sucio, descalzo, desarrapado, hambriento y ostentando por entre los desgarrones de la camiseja el pecho dorado y fuerte como un bronce antiguo.

Amontonaba los residuos de los fumadores, picando las colillas y vendiéndolas como tabaco desmenuzado luego de exponerlas al sol. Los hallazgos de valor eran para una prendera, que compraba estos despojos del público olvidadizo o turbado por la emoción. Gallardo contestó a los saludos melosos del viejo dándole un cigarro, y se despidió del Lobato.

Sentámonos frente a frente en cómodos, aunque no ricos ni elegantes sillones, con una mesita entre los dos, cargada de papelejos, una plegadera, cajas de fósforos llenas y desocupadas, cenicero con colillas, una petaca de suela y una bolsa abierta de cirugía; y hubo primeramente las vaguedades acostumbradas en toda visita; después fumamos, sin dejar de hablar del tiempo, por lo inusitado de su relativa templanza, ni del juicio que iba formando yo de aquella tierra, para desconocida hasta entonces; luego tocamos el punto de las condiciones higiénicas del valle; y por este resquicio salió a relucir la quebrantada salud de mi tío Celso, sobre la cual tenía yo muchos deseos de hablar con el mediquillo aquél.

Eran dos millonarios en capullo. Zarapicos decía a Gonzalete: «Verás, verás cómo semús cualquier cosa». Antes de llegar a las altas posiciones comerciales tenían que pasar por humillante aprendizaje y penoso noviciado. ¡Recoger colillas! Ved aquí un empleo bastante pingüe.

El lugar era ignominioso: un café con tabladillo para cantadores, banquetas más destripadas que caballo de picador, el techo ennegrecido a fuerza de humo, el ambiente apestando a tabaco de colillas, el piso escurridizo y viscoso de saliva; al fondo, un mostrador lleno de vasijas sucias y, en último término, una entre cocina y cueva, especie de laboratorio infernal consagrado al dios Cólico. El local casi desierto. Sólo en un rincón una pareja de chula y chulo, a quienes se oía decir:

Un matador debe mostrar que le sobra el dinero en el ornato de su persona y convidando generosamente a todo el mundo. ¡Cuán lejos estaban los días en que él, con el pobre Chiripa, vagabundeaba por la misma acera, temiendo a la policía, contemplando a los toreros con admiración y recogiendo las colillas de sus cigarros!... Su trabajo en Madrid fue afortunado.

Unos palomos se arrullaban sobre los arcos, cortando con el rumor de sus caricias las largas pausas de silencio. Tres colillas de cigarro estaban a los pies de Febrer, cuando sonó en el interior del templo un largo murmullo como de cien respiraciones contenidas que se exhalan al fin con un suspiro de satisfacción.

El queso había sido ya devorado y tenía la boca seca; sacó del bolsillo de su gabán raído una botella tapada con cuidado, y bebió. Luego atacó las naranjas, navaja en mano. Una vez concluída la cena, plegó la servilleta, digo, el periódico y atravesó a la acera de la Bolsa, en busca de colillas de cigarro.