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Aquel día cogieron tantos matacandiles, que apenas podían llevarlos. Por la mucha abundancia, Zarapicos fijó en cinco alfileres el precio de la docena de matacandiles. Hubo temporada en que se cotizaron a diez y once, manteniéndose firme este precio durante toda una semana.

Al oír Pecado una afirmación tan contraria a los sagrados derechos de propiedad, no se pudo contener más. Huyó de su corazón la generosidad, de su espíritu la prudencia, y arremetió a Zarapicos con tal empuje que este dio algunos pasos atrás, y habría caído en tierra si no fuera también un muchachote robusto. Lucharon, ¡ay!, con varonil fiereza.

Pues bien: por este paso, que se llama la Casa Blanca, los valientes muchachos se corrieron desde las Peñuelas a la Arganzuela, lugar que ni hecho de encargo fuera mejor para descalabrarse a toda satisfacción. ¡Zas, zas!, iban y venían los pedruscos del campo del Majito al campo de Zarapicos y viceversa.

Con estas cosillas resultaba que tanto Zarapicos como Gonzalete pudieran tocarse el titulado pantalón para sentir sonar algo como retintín de un cuarto dando contra otro. Eran ricos; pero no gastaban un ochavo en comer. Dos veces al día la guarnición de Palacio da a los chicos las sobras del rancho, a trueque de que estos les laven los platos de latón.

Lo demás, por ser más reciente y desagradable, se le representaba con matices aún más vivos. El ensangrentado cuerpo de Zarapicos no se quitaba ya de delante de sus ojos... Su orgullo y sus malos instintos rebuscaban todos los sofismas del egoísmo para producir una reacción; pero si estos ganaban algún terreno, al punto lo perdían.

Zarapicos no jugaba al muerto; no hacía gestos para hacer reír a sus compañeros; no decía con voz doliente ¡madre! para representar una comedia; era que se moría realmente... Temblando, pálido y siniestro, con los ojos secos, sin tener clara idea de su acción, Pecado arrojó el arma que había sido juguete. El instinto le mandaba huir, y huyó. Alborotose en un instante el barrio de las Peñuelas.

Sin embargo, no puede decirse que no fuera metálico el segundo término del cambio, porque los matacandiles se cambiaban por alfileres. Zarapicos y Gonzalete eran comerciantes. No daban un paso por aquellos muladares habitados, ni aun por las calles de Madrid, sin que sacaran de él alguna ganancia. ¡Bien por los hombres guapos!

Más enfurecidos ellos cuanto mayor era el número de los que se retiraban contusos, se atacaban con creciente furor. Estaban rojos. Sus brazos, al parecer descoyuntados, elásticos, flexibles como una banda de cuero, funcionaban con aterradora prontitud. Ni Zarapicos se acordaba ya de los matacandiles, ni Gonzalete de los alfileres. Morir matando era su ilusión.

Para que no les viera la gente mayor del barrio ni los del Orden Público, se corrieron al barranco de Embajadores, lugar oculto y lúgubre. Ninguna orden se dio entre ellos para este hábil movimiento, nacido, como la batalla misma, de un superior instinto. El Majito y los suyos ocupaban la altura, Zarapicos y su mesnada el llano.

Zarapicos fue durante algún tiempo lazarillo de un ciego; Gonzalete sirvió a una mujer que, al pedir en la puerta de la iglesia, le presentaba como hijo. Uno y otro se cansaron de aquella vida mercenaria y poco independiente, y ansiosos de libertad se lanzaron a trabajar por su cuenta. Entonces se conocieron, y entablaron cariñosa amistad.