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El ros tuvo en sus orígenes plata y oro, insignias de comandante. Pecado le hizo ganar de un salto la mayor jerarquía militar con una prontitud que envidiaría la misma Gaceta..., ¡hala! Dejemos a Majito con el ros encasquetado, el sable en la derecha mano, en actitud tan belicosa, que si le viera el sultán de Marruecos convocara a toda su gente a la guerra santa.

Todo lo que colgaba de las paredes, ropa, trapos, sogas, se ponía horizontal; balanceábanse las bacías de cobre colgadas en la puerta del barbero; las faldas de las mujeres se arremolinaban; se rompían las vidrieras; los hombres se iban sujetando con la mano sus gorras y sombreros, los curas apenas podían andar; todo lo flotante tendía a tomar la horizontal, y en medio de esta desolación relativa, el Majito avanzaba tieso y altanero, como hombre supinamente convencido de la importancia de sus funciones.

Difícilmente se podría determinar, sin tener costumbre de andar dentro de tal laberinto, lo que allí había; pero el Majito, que conocía el local como un ratón conoce las entradas y salidas de la casa que habita, subió a eminencias que parecían camas; descendió a negros abismos que parecían arcones abiertos; trepó por las gastadas graderías de un estante viejo; se arrastró por suelos polvorientos; metió su brazo por tortuosas grietas formadas de informes bultos arrimados a la pared.

«Suéltalo» le dijo prontamente Pecado con voz y gesto de prudencia. El Majito soltó la piedra refunfuñando feroces amenazas de asesinato. Volviéndose a los desvergonzados comerciantes, Pecado les dijo con imperioso ademán, en que había tanta energía como orgullo: «Dirvos. No nos da la gana. Dirvos, digo.... y venga mi sombrero. Miale, miale... ¿Te quieres callar? El sombrero es mío».

Gonzalete, al recibir la piedra en un hombro, gritó: «¡Repuñales! ¡Maldita sea tu sangre!». Entonces Zarapicos tiró al Majito; la piedra silbó en el aire y no hirió al muchacho, que al punto disparó la segunda suya. Instantáneamente, sin que se dieran órdenes ni se concertara cosa alguna, generalizose la pelea.

Era un rincón obscuro, polvoroso, lleno de cachivaches, antes apreciables al tacto que a la vista, objetos de cartón, de cuero, de metal, algo como mochilas, bayonetas, cartucheras, trozos de arreos militares, desechados por inútiles en la liquidación de un bazar de juguetes. El Majito miró y se estuvo quieto, atento. Sus ratoniles ojos veían en la obscuridad aquel montón de cosas.

En tanto el Majito, desde la cumbre de una eminencia formada por escombros, increpaba a la muchedumbre infantil de abajo, diciendo que iba a reventar a patadas a todos y cada uno si no le devolvían su sombrero. ¡Qué vergüenza! Zarapicos lo tenía puesto, y estaba tan contento de su adquisición, que amenazó al Majito con subir y sacarle las tripas si no se callaba.

Pues bien: por este paso, que se llama la Casa Blanca, los valientes muchachos se corrieron desde las Peñuelas a la Arganzuela, lugar que ni hecho de encargo fuera mejor para descalabrarse a toda satisfacción. ¡Zas, zas!, iban y venían los pedruscos del campo del Majito al campo de Zarapicos y viceversa.

El tren les hacía tanto caso como a una nube de mosquitos, y desapareció dejando atrás su humo y su ruido. Volviose a ordenar la hueste y siguieron marchando, con el Majito a la cabeza. ¡Ah! Todavía mandaba. Goza, goza del brillo de tu alta posición, que tiempo vendrá en que las grandezas se humillen y las altas torres se desplomen.

Como un jilguero saltó el Majito, y de un brinco se puso en el pasillo, y de otro brinco en el patio interior, y con un tercer brinco se metió en el aposento donde Encarnación vivía, el cual no era notable por su desahogo ni por sus claridades.