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Sobre una mesa de ébano, con señales de haber tenido en otro tiempo incrustaciones, había un crucifijo de marfil rajado y amarillento, con sus gotas de sangre abermellonada y sus clavos de plata.

Efectivamente: por uno de esos fenómenos difíciles de razonar a primera vista y frecuentes en toda vieja fábrica arquitectónica, el pilar del lado de la Epístola se había rajado en su tercio superior lo mismo que una caña, sin que el arco que en él se apoyaba sufriese, al parecer, la más ligera desviación: pero bastaba ver en lo alto el hueco de que habló el muchacho para comprender que el hundimiento de la bóveda podía sobrevenir de un momento a otro.

Compare, ¡cómo ha rajado hoy el padre Francisco! se decían uno al otro guiñando el ojo. Y Paca sonreía y cogía cualquiera ocasión por los pelos para volver á la carga. La verdad es que no tenía mérito alguno sufrir con paciencia sus sermones. Era Paca una de las más amables, ingeniosas y profundas mujeres que pudieran hallarse en parte alguna del mundo.

Por eso no ha rajado la piel, y en vez de herida resultó contusión. Conchilla, que miraba el brazo de su amante con tristeza y sobresalto, se precipitó al fin sobre él y le besó la cicatriz con transporte, sin importarle las risas y las cuchufletas que esto produjo. Amparo y Socorro se habían quedado sentadas al lado de la mesa, una frente a otra.

¡Mordiscos también!, ¿eh? exclamó, fustigando al odioso Muslim . ¡Ojalá le hubiese rajado! En aquel momento divisamos los toros. Se apresuró a prometerme todo lo que le pedía. Quedé con la sospecha, casi la certeza, de que no supo, al cabo, lo que era, y, lo que es más doloroso, no le importaba. Allá, en medio de un extenso campo de un verde amarillento, había un grupo de reses.

La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo.

Cerca de él, en el mismo piso, una puerta se había rajado con sordo crujido, no pudiendo resistir varios empujones formidables. Sonaron gritos de mujer, llantos, súplicas desesperadas, ruido de lucha, pasos vacilantes, choques de cuerpos contra las paredes. Tuvo el presentimiento de que era Georgette la que gritaba y se defendía.

Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que había ejercido cierta influencia sobre su vida. Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas.

Las de la Parroquia, graves, solemnes, como un arcediano cuando entona el prefacio en la misa de Corpus; las de San Francisco seriotas, sonando en ritmo circular, rotundo el toque, como en los domingos de cuerda; las de San Juan desafinadas y chillonas; el campanario de la iglesita de San Antonio armaba una algazara sin igual, como en una orquesta platillos y chinesco; en la espadaña del convento de Santa Teresa se volvían locas las campanillas, y el esquilón rajado del Cristo resonaba presumido y vanidoso, a semejanza de un tenor cascado que no quiere retirarse del teatro.

Arriba, el viento tibio pasaba murmurando entre las grandes rejas que servían de jaulas a las campanas. Del centro de la bóveda pendía la famosa Gorda, un vaso gigantesco de bronce con todo un costado rajado por ancha grieta. El badajo que había hecho la rotura, cincelado y enorme como una columna, estaba debajo de ella, y otro más ligero ocupaba su cavidad para los toques.