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Sólo Carlota tenía ánimo para sostener a su hermana y mirar sin pestañear las horribles quemaduras. Su honda emoción no se leía más que en la blancura de cera de su tez. La desdichada Presentación no cesaba de exhalar quejas a las cuales añadía frases desesperadas que desgarraban el alma.

Las amorosas expansiones de los prisioneros del Terror, cuando esperaban de un momento á otro ser conducidos á la guillotina, revivieron en su memoria. ¡Apuremos de un trago la vida, ya que hemos de morir!... El estudio de la rue de la Pompe iba á presenciar las mismas fiestas locas y desesperadas que un barco encallado con provisiones abundantes.

Gritaba Cervantes pidiendo a voces socorro, y en sus brazos sostenía a doña Guiomar, y se teñía en su sangre, y entre sus brazos doña Guiomar se le moría; y empezaba a sentirse en la casa movimiento de gentes que a las desaforadas y desesperadas voces de Cervantes parecían acudir, y ni en salvarse pensaba Cervantes, ni en otra cosa que en reanimar con su aliento a doña Guiomar, que no era ya en sus brazos más que un cuerpo difunto.

Aquella Clorinda, generala de mil demonios, era una verdadera mujer, que con sólo breves minutos de conversación había perturbado á Castro y tal vez acabase por quebrantar la vida dulce, sin placeres violentos pero sin tristezas desesperadas, que llevaban los huéspedes de Villa-Sirena.

Todo era un mal ensueño. Estaba seguro de despertar en la cama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuando abría los ojos, la realidad le hacía prorrumpir en órdenes desesperadas, que obedecían los africanos maquinalmente, como si estuviesen dormidos. «¡No quiero morir!... ¡no debo morir!», clamaba en su interior una voz de bronce.

Los árboles gimieron en los bosques, agitando sus melenas de hojas, como plañideras desesperadas; un viento fúnebre rizó los lagos y la superficie azul y luminosa del mar clásico que había arrullado durante siglos en las playas griegas los diálogos de los poetas y los filósofos.

Además, jugó fuerte en el club hasta la madrugada, en busca de fugitivas ganancias. ¡Ay, su amor!, ¡su pobre amor humillado y envilecido por las preocupaciones del dinero!... ¡Adiós las inconsciencias del pájaro errante, el desprecio por las previsiones del mañana!... Sus besos tenían muchas veces el crispamiento de caricias desesperadas; quedábanse de pronto absortos los dos y tenían miedo de preguntarse en qué pensaban.

El defecto, llamémosle así, es el más tremendo pesimismo. La aprobación y hasta si se quiere la admiración que como obra de arte nos causa La sima, no va acompañada de puro deleite estético, sino harto amargada y hasta emponzoñada por el espectáculo de la vileza y de la maldad de los seres humanos, y por ciertas dudas impías y desesperadas sobre la Providencia del cielo.

Sus caricias habían sido tristes, desesperadas; algo semejante pensaba Ojeda a los amores de un condenado a muerte en vísperas del suplicio.

Ella apeló entonces a las lágrimas, último recurso femenil; y Fernando, para distraerla, comenzó a ensalzar la belleza del paisaje. Interrumpía sus desesperadas reflexiones con llamamientos para que fijase los ojos en la tupida arboleda y la maravillosa vista de la bahía. El remedio fue eficaz. ¡No me quieres, me has engañado! gemía Nélida . Me dejas ir al encuentro de mi hermano.