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Había colocado, al hablar, una pierna sobra otra con desenfado varonil, y en la punta de uno de sus pies danzaba una babucha roja, de alto tacón dorado, diminuta como un juguete y cubierta de gruesos bordados. A Gallardo le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista: sólo alcanzaba a distinguir unos ojos claros fijos en él con una expresión entre acariciadora e irónica.

El objeto de ellos la dejó abandonada para ir a buscar fortuna en tierras lejanas. Todos los fervientes y cariñosos afectos del alma de Prisca se refugiaron y reconcentraron entonces en la religión, buscando y hallando en ella solaz y consuelo. Un solo motivo de tristeza nublaba ya la luz de sus pensamientos serenos.

Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño..., si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color.

La noche antes había llegado Ángel a casa más desasosegado y distraído que de costumbre: cenó poco, habló menos y sin venir al caso; tan pronto sonreía como se le nublaba el gesto y se estremecía todo... Y así se fue a la cama. De eso estaban hablando cabalmente su padre y su madre todavía, cuando se les presentó Ángel muy risueño, pero no muy tranquilo, a juzgar por ciertas señales.

123 Pero ahi me puede quedar pegao pa siempre al horcón, ya era casi la oración y ninguno me llamaba; la cosa se me ñublaba y me dentró comezón. 124 Pa sacarme el entripao vi al mayor, y lo fi a hablar; yo me lo empecé a atracar, y como con poca gana le dije: tal vez mañana acabarán de pagar. 125 ¡Que mañana ni otro día!, Al punto me contestó: la paga ya se acabó; ¡siempre has de ser animal!

Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos... A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre: «Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña

No hay nada imposible para los croupiers sostenían. Naturalmente, que ninguna persona razonable puede considerar en serio semejantes rumores. Lo indudable, sin embargo, es que el cielo se nublaba. Un descuido de la Naturaleza, un momento de debilidad, ¡qué yo! Entonces millares de personas, hábilmente diseminadas por los hoteles y cafés de San Sebastián, prorrumpían en gritos estentóreos.

Echado sobre el parapeto, se entretuvo también en la muda contemplación del río soberbio, de los botes que se balanceaban, de las toscas verdinegras que las aguas iban cubriendo poco a poco; de los pilluelos, desnudos de pie y pierna, que jugaban en la orilla con barquichuelos de papel... En cuchillas sobre la roca, con una larga caña guiaban la frágil armazón que, deslizábase como barco de verdad, hasta tanto el agua no comía su mal blindado casco; así, hacían regatas inverosímiles, distinguiéndose los botes rivales por medio de banderitas de color, enastadas en canutos de paja... En el jardín, correteaban los niños, haciendo de caballitos briosos, duros de boca, dando corcovos y coces... Quilito siguió andando, lastimado de ver reír a todos, y que la decoración de aquella tarde de invierno no estuviera en armonía, con las tristezas de su alma, ¿por qué no se nublaba el cielo? ¿por qué no se escondía el sol? ¿por qué las gentes no cantaban en coro la oración de agonizantes, si él iba a morir?

Inventáronse mentiras como castillos para explicar el misterio de su vuelta, el retiro en que se dio a vivir, la tremenda pesadumbre que nublaba el rostro del tío Joaquín González, la desaparición del marido, y tantas y tantas cosas que a escándalo y drama conyugal transcendían.

Fué tal vez una ilusión; mas parecióme que una campana de boca tan ancha como el cielo, repicaba en la obscuridad, a través del Universo, con un són temeroso que ciertamente iría a despertar soles que dormían y planetas panzudos. El extraño individuo llevó un dedo al párpado, y limpiando una lágrima que nublaba su ojo rutilante, exclamó: ¡Pobre Ti-Chin-Fú! ¿Murió?