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He tenido siempre la preocupación de que el aspecto de la Palestina es parecido al de La Rioja, hasta en el color rojizo u ocre de la tierra, la sequedad de algunas partes y sus cisternas; hasta en sus naranjos, vides e higueras, de exquisitos y abultados frutos, que se crían donde corre algún cenagoso y limitado Jordán; hay una extraña combinación de montañas y llanuras, de fertilidad y aridez, de montes adustos y erizados y colinas verdinegras tapizadas de vegetación tan colosal como los cedros del Líbano.

Y tampoco eran máscaras las mujeres astrosas que veía a lo lejos con faldas multicolores; y los hombres con chaquetillas de soldado o con levitas verdinegras, cuyos faldones cubrían sus perneras remendadas, asomando el pecho velludo entre los forros de seda de las solapas.

Los brazos eran tan largos como las piernas, el pecho era hundido, la espalda escasa, las orejas parecían dos conchas de ostras y el pescuezo, sumamente corto para su altura, desaparecía entre la cabeza y el cuerpo, dándole el aspecto de esas garzas que, para dormitar al sol sobre las aguas estancadas y verdinegras de nuestras lagunas, enroscan sus pescuezos longitudinales, tomando la actitud más formal y venerable que es capaz de tomar un pájaro.

¿Qué tal, eh? dijo una voz detrás de un tapiz. Miró Lerma al lugar de donde salía la voz, y vió que el tapiz se levantaba y que de detrás de él salía un hombrecillo. Aquel hombrecillo era el bufón del rey. Estuvieron mirándose durante algunos segundos el ministro y el bufón. Los ojos del tío Manolillo relumbraban como brasas. Sus mejillas no estaban pálidas, sino verdinegras.

Echado sobre el parapeto, se entretuvo también en la muda contemplación del río soberbio, de los botes que se balanceaban, de las toscas verdinegras que las aguas iban cubriendo poco a poco; de los pilluelos, desnudos de pie y pierna, que jugaban en la orilla con barquichuelos de papel... En cuchillas sobre la roca, con una larga caña guiaban la frágil armazón que, deslizábase como barco de verdad, hasta tanto el agua no comía su mal blindado casco; así, hacían regatas inverosímiles, distinguiéndose los botes rivales por medio de banderitas de color, enastadas en canutos de paja... En el jardín, correteaban los niños, haciendo de caballitos briosos, duros de boca, dando corcovos y coces... Quilito siguió andando, lastimado de ver reír a todos, y que la decoración de aquella tarde de invierno no estuviera en armonía, con las tristezas de su alma, ¿por qué no se nublaba el cielo? ¿por qué no se escondía el sol? ¿por qué las gentes no cantaban en coro la oración de agonizantes, si él iba a morir?

Sobre el azul intenso del cielo destacaban las copas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso, de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de los recuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada.

En sus mocedades habían cosido muchos manteos y sobrepellices para los canónigos de Toledo y para los clérigos de la corte; pero en la época de nuestra historia, por razones sociales que no es oportuno consignar, sólo consagraban su mísera existencia á remendar las verdinegras hopalandas de algún escolapio ó de algún teniente cura pobre y andrajoso.

Por donde no alcanzaban el último resplandor solar, las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de movibles mallas parecía envolverlas.